La radio, para mí, es como la necesidad de respirar. Nunca pude vivir feliz sin la radio ni pienso hacerlo. El nacimiento de esa pasión se lo debo a mi abuela, con quien por las tardes de infancia compartía la escucha de los radioteatros de Juan Carlos Chiappe. Esas voces y esos efectos sonoros, tan artesanales como perfectos, me marcaron para siempre. Eso y los relatos y comentarios del fútbol. Después me hacía el Juan José Lujambio, en la cocina, con la síntesis de la fecha desde estudios. Más tarde llegaría el Fontana Show como fondo de todas mis mañanas antes de ir a la secundaria. Y el Negro Guerrero Marthineitz, por su excelencia narrativa y por su uso de los silencios. La cuestión es que a eso de los 15 años ya tenía muy claro que quería ser locutor, pero en su sentido de comunicar ideas profesionalmente.

 En su centenario, y contrariamente a ciertas opiniones que ven a una anciana achacosa, veo bastante bien a la radio. Es cierto que de 25 o 30 años para abajo se escucha nada o casi nada AM, aunque cabe preguntarse si alguna vez fue muy distinto. Si es por eso, además, los pibes tampoco ven tele. Pero las FM mantienen su llegada.

El futuro de la radio lo veo dividido entre las audiencias masivas, concentradas en grandes medios y corporaciones; y audiencias segmentadas que le permitirán sobrevivir muy bien, a partir de minorías intensas. Radios de aire y online dirigidas a problemáticas y estéticas de género, de gustos musicales, de grupos etarios y preferencias específicas. Algo de eso sucede desde hace rato. La radio cumple cien años y cumplirá miles más. «