Encerrados es la mayor novedad audiovisual argentina en los últimos años. Difícil precisar desde cuándo, pero no tanto su singularidad: una idea que no viene tanto de las necesidades de la producción, sino que surge a partir de la presión que ejerce la interpelación de una época: cómo contar muchas cosas en poco tiempo, y llegar al potencial receptor. La enorme oferta audiovisual y la cantidad de soportes y canales en los que consumirla producen una exacerbación de la competencia a la vez que un adocenamiento de las exigencias del espectador. Encerrados parece haber resuelto el dilema. Al menos por el momento.
«Es un proyecto que filmé en 2015 a partir del concurso del Incaa y salió la financiación para una primera serie de 13 capítulos», cuenta Benjamín Ávila (Infancia clandestina, entre otras). Y comienza a aclarar el panorama: poner en situación de encierro a un puñado de personajes no viene de una necesidad de acomodar las posibilidades de producción a un dinero disponible; 2015 corresponde a un tiempo en el que en el Incaa aún había dinero para proyectos de poco y mucho riesgo, en el que se creía que lo audiovisual era un baluarte de la expresión cultural de una comunidad. «El año pasado hice el montaje final, y volví a hablar con Netflix y les interesó; según el convenio de financiación en dos años pasa a los medios públicos». Si volvió a hablar con Netflix es porque hubo una vez que lo hizo pero al llamado gigante del streaming no le interesó: «Cambió mucho el público –reflexiona Ávila–. Cuando se lo ofrecimos anteriormente nos dijeron que les interesaban las producciones seriadas, que tienen una continuidad, no las episódicas como Encerrados«. En el medio Netflix pasó a producir Black Mirror, y vio que lo que se le había ocurrido a la dupla Benjamín Ávila-Marcelo Müller (creadores de las historias que ya habían escrito juntos, como Infancia clandestina) estaba en el camino indicado.
«Se dieron cuenta de que el formato funciona y nos habilitaron la pantalla. Ahora hay un público que entiende cómo ver este tipo de proyectos. Entiende que se puede disfrutar de un capítulo y después de otro que no tenga nada que ver, lo que importa es la situación, la circunstancia a la que los personajes se enfrentan, y que uno puede identificarse con una u otra, o con un personaje con el que encuentra parecidos pero puesto en una situación que no atravesó», puntualiza Ávila.
Puede ser una reunión de consorcio en el garaje del edificio porque no hay otro lugar disponible, un empleado de call center apuntado con un arma de larga distancia desde el exterior, una cava de vinos, una cloaca: cualquier lugar en el que es posible quedar encerrado en su acepción de atrapado, es plausible de generar una historia que, a diferencia de Black Mirror, tiene tanto de terror y desesperación como de ilusión y esperanza. «Las posibilidades son infinitas», dice un entusiasmado Ávila ante el abanico de combinaciones que le abre el formato pergeñado. «Incluso vale para cualquier latitud», agrega ahora el entusiasmo comercial que le permite la idea: es más que seguro que en China, la India o EE UU (o en cualquier otro país) las personas reaccionarían de forma diferente ante la misma situación fortuita.
El formato, incluso, pone límite a la siempre inconclusa lucha interna que se libra en todo realizador: llevar a los personajes hacia el lugar deseado o dejarlos atravesar la historia sin ayuda. «El capítulo más violento es el de los chicos de 12 años», resume Ávila la lógica inquebrantable del formato, que lo aleja de toda corrección política.
Por si le hacen falta virtudes (al menos las ya experimentadas), está la falta de campaña de prensa: «Hasta ahora funciona con el algoritmo de Netflix que rankea las más vistas o recomendadas (está disponible desde hace pocas semanas). Como no es producción de ellos, no hay publicidad o difusión. Que la gente se vaya enterando o me hagan notas habla de que el formato funciona». Tanto que ya está preparando una nueva temporada. Tanto como volver a tener esa sensación de enfrentarse a lo desconocido cada vez que se enciende una cámara. «