¿Cómo volver a Artaud, si estamos siempre yendo hacia él? A medio siglo de su aparición, en octubre de 1973, una de las obras cumbre del modernismo musical argentino sigue dando que hablar, al punto de imponer de suyo un permanente redescubrimiento: una escucha atenta, palabra por palabra, acorde a su propia trascendencia y al lugar que se ha ganado a pulso en nuestra historia cultural.
A meses de cumplir 24 años, Luis Alberto Spinetta había disuelto Pescado Rabioso y se decidía a volver por un tiempo a la casa familiar de la calle Arribeños. El nuevo período de convivencia con sus padres, su hermano Gustavo y su mujer, Patricia Salazar, lo abrazaba con su espíritu hogareño y objetaba un ambiente de excesos que había intentado devorarlo: “En Artaud conseguí mi primera liberación”, dirá Luis. Los músicos que lo acompañarían en las sesiones de los estudios Phonalex con Norberto Orliac como ingeniero también ponían en juego ese retorno: su hermano Gustavo, Rodolfo García y Emilio del Guercio serían su base.
La piedra angular de Luis Alberto
Así es como Luis Alberto se embarca en un proyecto que llegará a conformar la piedra angular de su mundo poético: una lírica del inconsciente, una estética utópica, atonal, equidistante entre lo abstracto y lo concreto, la tradición y la vanguardia, la ternura y el desgarro. El tributo al poeta, actor y dramaturgo francés Antonin Artaud (1896-1948) materializaba no solo la necesidad de un título sugerente, sino, sobre todo, la conexión de su música con un nervio disonante con el que podía identificar las pulsiones autoritarias de la sociedad moderna. Dedicar su música a un poeta en harapos, desdentado y sometido a electroshocks le inspiraba, paradójicamente, un aliento vital y una lucidez unánimes. La historia cuenta que en septiembre de 1937, Antoine-Marie-Joseph Artaud (conocido como “Antonin”) es arrestado en Dublín, adonde había viajado con la poética fantasía de restituir a los irlandeses el Bastón de San Patricio. Declarado por las autoridades “extranjero indigente e indeseable”, es deportado y conducido a Francia con una camisa de fuerza e internado en manicomios y clínicas hasta su deceso once años después.
De acuerdo con Miguel Grinberg, quien produjo las presentaciones del disco, “el desgarramiento de Luis no era la locura de Artaud, sino la libertad de Artaud y la violencia de la cual fue objeto por parte de la sociedad”. En efecto, el padecimiento del poeta es, para Luis, una fuente crítica de escucha y de revuelta que requiere una ingente tarea de compasión: algo lo impulsaba a ponerse en el lugar de Artaud y desmontar de ese modo la violencia ejercida contra el sujeto por los poderes más diversos. La tarea no era sencilla: ¿un arte cuya criticidad no fuera una consigna, sino un ambiente, un espíritu, finalmente, un nombre? Es en tal sentido que “todo levantamiento contra la opresión se nutre de la fuerza subversiva del sufrimiento evocado”, tal como ha escrito el teólogo Johann Baptist Metz. En el libro Martropía, Spinetta le habla a Juan Carlos Diez sobre su vínculo con Artaud: “Fue una respuesta al sufrimiento que me generó su obra. Un antídoto contra lo que opinó Artaud: la locura como respuesta del hombre. Artaud es un atormentado inconcebible que escribe sobre lo indecible. Escribir el dolor, como él lo escribe, le permite seguir respirando”.
Los pasajes de mayor intensidad del disco prestan oídos a dos libros clave del artista francés: Van Gogh: el suicidado por la sociedad (1947) y Heliogábalo o el anarquista coronado (1934) -ambos editados por Aldo Pellegrini en el mítico sello Argonauta en 1971 y 1972- le inspiran a Spinetta una sonoridad hermética, contrapuntística, coral: lo extraordinario de Artaud, y acaso su carácter poéticamente inagotable, quizás resida en su espesor simbólico, en su potencia para interpelarnos con imágenes que, aun si retratan la intimidad más desnuda, permanecen en un estado de primordial ambigüedad: es más, el asombro ante lo poético de las canciones nos empuja cada vez a rebuscar hasta el infinito la trama ulterior de su imaginario. Esa conjugación de cotidianidad e iluminación poética en Spinetta apenas tiene parangón: es de no creer que las composiciones, al tiempo que dan a oír, no solo den cuenta de sí, sino también del fabuloso itinerario psíquico de quien las llevó a cabo.
Spinetta, en 37 minutos
En tan solo 37 minutos, lo hecho hasta entonces por Pescado Rabioso se eyecta a otra dimensión. El pulso creativo de Luis se ratifica a contrapelo de la cultura como vehículo mercantil narcisista. Experimentación, vanguardia y collage se articulan con una ductilidad minuciosa: con una sensibilidad en la que aun cada respiración es decisiva. Del tema más breve, “Por” (1:42), al más extenso, “Cantata de puentes amarillos” (9:16), el influjo del inconsciente spinetteano se nos revela con una extraña y conmovedora calidez: “yo te amo tanto que no puedo despertarme sin amar”. Las pinceladas irónicas de “Superchería”, “Cementerio Club” o “Las habladurías del mundo” dialogan a la perfección con el dramatismo de “Bajan”, “A Statosta, el idiota” o “La sed verdadera”, desatados en la apertura por “Todas las hojas son del viento”, himno al cuidado de la infancia y la fragilidad de la vida.
El año 1973, al tiempo que turbulento en lo social y lo político, fue muy prolífico para el rock argentino. Dictadura, represión, lucha armada, conflicto social, la vuelta de Perón, Artaud. En esa “edad de oro” de la música popular aparecen, entre otros: Candiles, de Aquelarre; Confesiones de invierno, de Sui Generis; Inti-Raymi, de Arco Iris; Billy Bond y La Pesada del Rock and Roll Volumen 4; los discos 2 y 3 de Color Humano; Tiempo después de Cuero; Pappo’s Blues Volumen 3; los álbumes homónimos de Gabriela y de Pastoral; Muerte en la catedral, de Litto Nebbia; Mi cuarto, de Vivencia; La nave infernal, de Vox Dei; León Gieco y David Lebón lanzan sus respectivos discos debut, Kubero Díaz y Jorge Pinchevski graban con La Pesada, y El Reloj estrena su primer simple, mientras Miguel Cantilo graba Miguel Cantilo y Grupo Sur (editado en 1975).
Artaud se sobreponía a cualquier tipo de identificación a priori: había art rock, guitarras acústicas y blues, pero el lenguaje se inspiraba en el poeta suicidado por la sociedad. Escrito por Spinetta y Grinberg, en los conciertos se repartió el manifiesto Rock. Música Dura. La Suicidada por la Sociedad, en donde se cuestionaba “a los participantes de toda forma de represión por represores y a la represión en sí por atañer a la destrucción de la especie”. El canal iba de lo social y lo político a lo artístico, y viceversa: el arte crítico debía prefigurar otra epistemología, otra ética, otra vida. En paralelo, la polémica en torno a la cubierta no fue cosa menor. Ideada a mano por Luis y diseñada por Juan Gatti, la apuesta por un objeto hexagonal como tapa iba más aun allá del simbolismo de The Velvet Underground, Sticky Fingers, Sgt. Pepper o Dark Side of the Moon: desde el vamos, esa “imperfección” prefiguraba la incomodidad, la sustancia de un álbum concebido con una sensibilidad descomunal.
Músicos y aficionados de todo el mundo siguen descubriendo la música de Spinetta y no dan crédito de lo que escuchan. Nosotros tampoco dejamos de hablar de él: Luis Alberto Spinetta es uno de los más preclaros exponentes de la progresiva y trabajosa elevación cultural y espiritual que nuestra sociedad supo conseguir durante las décadas centrales del siglo pasado. Con él, nuestro país alcanzó una notable conjugación de bondad y belleza. Hoy el estado del arte no es el mismo. No obstante, su magia sigue siendo una posibilidad cierta, una promesa. Una visión de la felicidad capaz de dar algo de redención a tanto sufrimiento. «