Hay aniversarios que celebran discos conocidos por el gran público, de éxito comercial o que marcaron un hito en el devenir de la historia de la discografía popular. Pero en el caso de Pink Moon la efeméride reúne connotaciones más difusas, relativas, seguramente, a su status creciente como objeto de culto, inducido por el temprano fallecimiento de su autor, Nick Drake (1948-1974), dos años después de la publicación del álbum, que se lanzó el 25 de febrero de 1972. Convertido en héroe romántico por una incipiente legión de fans, Drake cautiva por el misterio que rodea su vida. De talante taciturno, hipersensible y retraído hasta lo enfermizo, silencioso y monosílabo, el caso Drake se configura como síntoma de la renuencia de ciertos artistas en el contexto del cambio de década de los 60s a los 70s, cuando los códigos genéricos manejados por la crítica y el público filtraban cualquier posibilidad de apertura, encajonándola en lo marginal.

No es difícil intuir la extrañeza que provocaba entonces la radicalidad del gesto parsimonioso, envolvente y sensual de su folk-blues traspasado. Un universo poético plagado de símbolos, imbuido de ideales bucólicos y naturaleza (su familia siempre vivió en la campiña) se iría oscureciendo al chocar con la gran ciudad. En Londres conocería al productor Joe Boyd (Pink Floyd, Nico), quien, hechizado por una demo, consiguió que grabara para su sello Witchseason (subsidiaria de Island dedicada al brit folk exótico, que ya cobijaba a Fairport Convention e Incredible String Band).

Drake raramente aceptaba tocar en público, así que la difusión y repercusión de sus dos primeros discos (Five Leaves Left y Bryter Layter,, de 1969 y 1970 respectivamente)  fue nula, si bien han devenido eslabones imprescindibles del periodo por la ampliación de la oscuridad acústica hasta ámbitos orquestales sofisticados, sumergidos en cuartetos de cuerdas, instrumentaciones tradicionales, o folk rock de empuje jazzero –y viceversa. La embriaguez inusitada del tejido vocal –unida a las intrincadas progresiones de arpegios- recae en una exhalación lenta, aguda y dañada, de canción de autor cada vez más quebradiza, a veces difuminada en recortes de blues, en el sarcasmo del ragtime y el music-hall, incluso, según qué progresiones, la aparente neutralidad vocal abreva de la bossa nova, esporádicamente en cadencias norteafricanas.

A finales de 1971, tras un largo tiempo sin verse, Joe Boyd y Drake volvieron a encontrarse. Este sufría una profunda depresión, perdido en la noche londinense o encerrado semanas en casa, el productor quedó asombrado por el cambio físico de Nick,  irreconocible por su dejada apariencia. Con todo, le propuso grabar un nuevo álbum, esta vez enteramente acústico, él solo. Los 28 minutos de Pink Moon fueron el resultado. Una obra falta de referencias. Encerrada en sí misma.

Ahora quedaba al raso su aislacionismo sonoro, incrustado para siempre en unas canciones que reflejan un nihilismo respecto de las relaciones sociales urbanas. Así en “Parasite”, “Place To Be” o “Things Behind The Sun”, quizá el tema definitivo del álbum y de todo su repertorio, en una suerte de resumen, tanto de su arsenal de acordes menores como de su progresiva descreencia del mundo real: “por favor cuidado con los que te miran/se reirán de ver cómo se te escapa el tiempo … Esa gente que dice cosas ya dichas”, y concluye: “el movimiento en tu cerebro te arroja a la lluvia”. En Pink Moon Drake consigue una condensación inaudita de la idea de decaimiento, como si el aliento desnudo de la dicción folk hubiera sido contaminado por su solipsismo respecto de cualquier formato. Carecer de más instrumentación, aparte de guitarra y unos contados acordes de piano en el tema homónimo, realza aún más esa ambigüedad “espiritista”, a ratos escalofriante.

Aunque la mayoría de los cortes son arpegiados, aparecen algunos con rasgueos y más sencillos que antes, con el eco del estudio erigiéndose en protagonista fantasmal. Resultado de la entonación, ahora en modo asmático, del cantante trastornado disolviéndose en la resonancia de los espacios vacíos de su existencia; piezas diminutas como “Horn” o “Know”, parecen esbozos o amagos. No es cuestión ya de técnica la expresión, sino la contumacia alcanzando una huella que transparenta la decadencia de un espíritu ensimismado.

La misma sensación de borrador recorre “Harvest Breed” y “Free Ride”, acreditando la  sobrada facilidad de Drake para componer. En “Which Will”, el amor platónico de antes resulta más bien alusión a un pasado inamovible al que solo puede regresarse a través de la vivencia estética como último refugio. El disco termina con una pieza positiva, con la precaución con que esta palabra puede mentarse en el imaginario Drake: “From The Morning”, además, contiene la frase que permanece como epitafio sobre su tumba: “now we rise and we are everywhere” (“ahora que brotamos y estamos en todas partes”), recordándonos la capacidad de las canciones para resplandecer todavía, cuando todo parece acabarse.