En medio de esa explosión creativa que la última década del siglo anterior significó para el rock, el 30 de marzo de 1992 se editaba Dry, el primer álbum de PJ Harvey. Con la síntesis arrolladora del punk, la sinuosidad del blues más primal y un espíritu poético que dotaba a ese sonido de una gracia única, el disco se transformó en un clásico.  

PJ Harvey se presentó al mundo como hija de ese tiempo de distorsiones y deformidades del noise y del grunge, pero una totalmente distinta. Nacida y criada en una localidad campestre de Dorset, Inglaterra, después de algunas experiencias previas con la música se impuso como líder de un power trío que completaban el bajista Steve Vaughan y Rob Ellis en batería. Con ellos debutó en Londres en 1991 y poco después grabaron Dry, para el sello indie Too Pure.

El primer registro de la cantante mostró algo dramático, terriblemente verdadero en esa voz original, por momentos grave, a veces rota, otras capaz de escalar unos agudos de desesperación confesional. Daban ganas de ponerse de pié primero, hacer una reverencia y después sí, tal vez, revolear la cabeza o mover las caderas. Y también llorar o caer en éxtasis para recitar una elegía. Porque todo eso está en Dry y es la médula de su vitalidad; con pocos elementos ofrece la sordidez y también los matices. Hay brutalidad y sutileza en el sonido. Y hay sarcasmo, existencialismo desgarrado, pasión y eso que ahora, treinta años después, llamamos empoderamiento feminista. La ecuación dio un resultado absolutamente novedoso, fresco y personal.

Si alguna duda cabe del nivel de hondura estética, de patetismo ferviente que PJ introdujo en la escena del rock, basta escuchar el tema que abre el disco: “Oh my lover”, un poema de amor y cien canciones desesperadas juntas. Podría arriesgarse que ahí se vislumbra todo lo que hizo después. Esa línea desnuda, esa melodía triste y primitiva que lleva adelante la guitarra está al servicio de sostener el lamento (en este caso) de la juglar que sobre todo dice, más que cantar. Polly Jean Harvey muestra entonces su sensibilidad para manejar las pausas, esos segundos terribles que llenan de sentido los versos y los acordes que después romperán el silencio. En la apertura de “Oh my lover” hay un precedente, un germen de la manera teatral, performática de entender la música y el rock.

Por supuesto que ni Dry ni PJ Harvey son solamente eso. Después del desgarro inicial viene “Stella”, un rock bien distorsionado, grungero, de coro y estribillo pegadizos. Y una especie de entrada al secreto mejor guardado del disco: “Dress”. El hit del álbum, primer corte de difusión y un clásico de la compositora es un blues apaleado por la velocidad y el machaque del punk, con un punteo de cuerdas estiradas y un violín frenético al final. Una alucinación con el demonio en el medio del desierto, en este caso una metáfora de la desesperación que siente una chica asfixiada por un vestido que supuestamente la convertirá en la reina del baile. Dos, tres, cuatro notas que van abajo y sólo suben en el estribillo, y esa advertencia repetida que oirá quien pueda: “If you put it on…”.

En el mismo disco, “Dress” dialoga con otros desvelos líricos y barrocos de PJ Harvey en su manera de comunicar el amor, la sexualidad y la pasión, entendida esta última no en un sentido banal, sino vital y omnipresente. La cantante denuncia la trampa de Cenicienta, pero tendrá tiempo de ser una cínica Dalila endulzándole los oídos a Sansón antes de cortarle el pelo (“Hair”, otro rock de medio tiempo que se enfurece en el estribillo). Más aún: la por entonces veinteañera que soñaba con ser escultora rebusca en el fondo de la mitología pagana para crear “Sheela -na -gig”, otro éxito de Dry que lleva el nombre de una estatuilla europea de origen incierto, que muestra a una mujer de piernas abiertas y vagina descomunal. Tan potente fue la reivindicación, que la enciclopedia britannica incluye a la canción de PJ Harvey en un artículo sobre el tema.

En ese sentido, como una de las feminidades más trascendentales del rock actual, PJ estuvo siempre lejos de ceñirse a ningún estándar. En lo musical y en lo político -si se quiere- ya con Dry marcó el terreno. En la atmósfera de ese tiempo flotaban Nevermind, de Nirvana; pero también Pod, de The Breeders; Pretty On The Inside, el primer disco de Hole; o Dirty, de Sonic Youth. Y si bien hay cierta impronta estética e ideológica común, PJ Harvey se despega de todo y de todas.  

En once canciones, Dry permitió, de manera mágica y misteriosa, sentar las bases de todo aquello que PJ Harvey desplegaría después. Ahí está latente el espíritu de sus discos solistas posteriores y también de los que hizo en colaboración con Nick Cave, John Parish o Josh Holmes para las Desert Sessions. Pero al margen del derrotero de su obra, se trata de un trabajo que introdujo en la escena del rock a una protagonista que hasta ahora, treinta años después de ese primer ejercicio, sigue indagando en caminos llenos de hermosura y extrañeza.