En la Argentina, los veranos son calientes. Esto puede parecer una obviedad, pero no lo es tanto. De hecho, no siempre fue así.
La frase fue haciéndose popular lentamente, al calor de veranos en los que parecía que las cosas en el país se daban vuelta y todo terminaría volando por los aires. El primero de ellos fue el de 1989.
Había signos de que la cosa venía mal. El gobierno de Raúl Alfonsín declaró la moratoria unilateral del pago de los intereses de la deuda externa en abril de 1988. Al poco tiempo comenzaron los apagones por una combinación de falta de inversiones, sequía y desperfectos técnicos. Además, fracasó una negociación con el Banco Mundial para imponer una reestructuración compulsiva de la impagable deuda en perjuicio de los acreedores privados del exterior. Por último, el alzamiento carapintada de Villa Martelli y el asalto al cuartel de La Tablada llevaron el clima político a un nuevo nivel de tensión.
Mientras, la economía venía semiparalizada por la falta de dólares y la alta inflación. Tras un doble feriado cambiario y bancario, entre el 6 y el 7 de febrero, el dólar subió a 25 australes, un 40%, en una sola jornada. La inflación se disparó y a fines de marzo cayó el ministro de Economía, Juan Vital Sourrouille. Los coletazos de ese verano aún se sentirían en las elecciones anticipadas de mayo, los saqueos (los primeros de su tipo en la protesta social moderna de Argentina) y la asunción de Carlos Menem a la Presidencia, el 9 de julio, con una inflación de casi el 200% solo en ese mes.
La híper
Tras su asunción, Menem consiguió una tregua de parte de los factores de poder real: la banca acreedora, los capitanes de la industria, la patria contratista, el FMI y el Banco Mundial. Para mostrar su compromiso, nombró al frente del Palacio de Hacienda a un directivo del conglomerado Bunge & Born. El fracaso de este plan, apenas tres meses después, abrió las puertas a la hiperinflación de 1990 y a la llegada de Antonio Erman González, riojano como Menem, cuya presencia marcaría los dos veranos calientes que siguieron.
González tomó el control del Palacio de Hacienda en diciembre de 1989. Para ese momento, un dólar cotizaba a casi 2000 australes, ocho veces más que en febrero. Para hacer durar el sueldo, la gente cambiaba íntegramente su salario a dólares apenas lo cobraba, divisas que luego vendía de a poco. La calle Florida era un hervidero de argentinos de a pie que buscaban una manera de estirar sus magros ingresos. Arbolitos y coleros se mezclaban en el microcentro buscando hacer su negocio. Las casas de cambio eran la moda, como las canchas de padel o el parripollo.
Apenas asumido, González aplicó una política de shock: liberó totalmente los precios, la tasa de interés y la cotización del dólar, según detalla Julián Zícari en Camino al colapso. A los pocos días, tomó compulsivamente de los bancos todos los plazos fijos superiores al millón de australes (equivalentes a U$S 500, unos $ 75 mil en moneda de hoy) y entregó a sus dueños bonos en dólares a 10 años, llamados bonex. A pesar de la recesión que provocó, la inflación no cedió y en marzo de 1990 alcanzó el 95,5%, mientras que la interanual llegó al escalofriante 20.265,4 por ciento. El valor del dólar saltó un 160% entre enero y febrero.
La carrera loca que protagonizaban el dólar, la carestía y la tasa de interés pulverizó el ingreso en pesos de la población. La protesta social se agudizó; todos los días se sucedían los paros y las manifestaciones callejeras de sindicatos y estudiantes. La actividad cotidiana de los ministerios del gobierno nacional estaba paralizada. En febrero, volvieron los saqueos al Gran Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Tucumán y Mendoza.
Tras el volcán de marzo, la inflación se estabilizó en torno del 10%, el dólar navegó tranquilo en torno de los 5500 australes y la tasa de interés comenzó a bajar. Fue en esta época que, ya bautizado como “SupErman” por la prensa afín, aplicó un feroz ajuste en el Estado.
Bush y Cavallo
El último verano caliente de esta saga arrancó con el que sería el cuarto y último alzamiento carapintada, a principios de diciembre de 1990. Al día siguiente de sofocado, llegó al país el entonces presidente de Estados Unidos, George Bush, quien respaldó enfáticamente el rumbo económico neoliberal que había adoptado el gobierno de Menem. Pero no alcanzó.
La demanda de dólares había comenzado a dispararse de nuevo en noviembre, en un nuevo golpe de mercado para acorralar al gobierno e imponer un aceleramiento del plan privatizador que se combinó con el destape del Swifgate, un caso de corrupción que involucraba a González entre otros altos funcionarios menemistas. Un mes después fue remplazado por Domingo Cavallo, hasta entonces canciller. En el medio, el dólar saltó de 5000 a 10 mil australes.
El verano del ’91 concluía. El 27 de marzo, el Congreso votó la Ley de Convertibilidad, gracias a la cual habría 100 años de estabilidad y crecimiento según la publicidad oficial.
Pero los veranos calientes no respetaron esa consigna. Menos de cuatro años después, el gobierno nacional volvió a temblar sacudido por el Tequila mexicano a fines de 1994. Pero esa es otra historia.