Todo quien haya trabajado en una gran corporación o todo aquel que haya sido funcionario público en contacto con empresarios por mucho tiempo, puede llegar a identificar un estereotipo de conducta de un CEO, con poca chance de equivocarse.
El CEO tiene como objetivo excluyente y como condición de supervivencia en su cargo que la corporación gane dinero. Para eso busca que se vendan sus productos lo más caro posible y que se compren sus insumos lo más barato posible, lejos de las utopías de Henry Ford.
Entre sus insumos está el trabajo de sus empleados y para buscar tener ese costo bajo control, su código de conducta le indica tratar de comprar a sus representantes sindicales.
Entre sus obstáculos están las regulaciones estatales. En otro capítulo de su manual operativo está la indicación de comprar la voluntad de los funcionarios que deciden.
A veces lo logra, a veces no, pero lo concreto y directo es que el CEO cree que todo se compra y todo se vende. En particular, cree que la voluntad humana que pueda ser un estorbo se puede y debe comprar.
Cuando los CEO llegan en bloque al gobierno, como hace poco más de un año, no configuran de buenas a primeras lo que se llamaría un espacio de derecha, que asume que un país donde primen ciertos valores conservadores es el camino para que todos vivamos mejor. En realidad, sucede que acumulan poder concreto para doblegar a sus adversarios tradicionales: la regulación estatal y los salarios de los trabajadores. Más allá de los discursos, eso es lo nuevo para ellos.
Apenas llegan, descubren un tercer campo de conflictos: los excluidos, con los que no han tomado contacto, ni siquiera conocido como categoría social, en su ámbito anterior.
Sus reacciones son consistentes con su cultura corporativa: buscan sacarse de encima todas las regulaciones y buscan comprar a todo representante de adversarios que puedan molestar. Esta es una regla universal de su conducta desde el primer día.
El Ministerio de Desarrollo Social se aplicó a los trabajadores excluidos y el Ministerio de Trabajo se aplicó a los trabajadores incluidos. Fórmula elemental. Sobre esa lógica, aparecieron los fondos adeudados de las obras sociales; se asignaron viviendas a cooperativas de las organizaciones más humildes; se debatió y aprobó con amplio consenso una ley de emergencia social, para ampliar subsidios a quienes ellos imaginan subempleados estructurales. Allí estaba la paz social, postularon los CEO.
Sin embargo, una manada de CEOs suelta en una sociedad resulta más peligrosa que un tsunami. Al menos, en este caso, se sabe de dónde viene la ola gigante. Los CEO, por el contrario, transitan por el tejido social como saqueadores en direcciones múltiples, maximizando sus ganancias, sean proveedores o distribuidores de energía, financistas, hipermercadistas o exportadores de cereales.
Cuando la suma de toda esa rapiña llega al fondo de nuestros bolsillos, el reclamo de los damnificados se hace más y más fuerte, con pronóstico de imparable. Comprar representantes, que ya en origen es una teoría con efectos dudosos, ya que, aunque parezca mentira, ¡hay gente que no se vende!, deja de ser una política efectiva.
Reaparece la protesta. El reflejo CEO es otra vez inercia de la actividad privada. Se despide a los funcionarios que parecen haber sido nombrados como parte de la compra de voluntades, se suspenden reuniones con las organizaciones sociales, seguramente se intentará seguir creyendo en variantes de cooptación.
El gobierno navega por un mar desconocido y con instrumentos para manejar un automóvil. O sea: no entiende que contra la protesta social fundada en el despojo no hay más solución que devolver lo despojado.
La derecha moderna cree que el capitalismo global puede ser un escenario vivible para todos. Se equivoca, pero lo intenta, como sucedió y sucede en varios países europeos en el último medio siglo.
La mal llamada derecha argentina, en cambio, heredera de los tributarios de los imperios que han pasado y pasan por aquí, confía en su billetera para manipular, para comprar conciencias, para financiar asfalto y cordón cuneta, como ejemplo de gestión, en lugares donde los compatriotas mandan sus hijos a comedores comunitarios. Ante la contradicción entre sus intereses empresarios y el bien común, elegirán siempre lo primero. Sólo cabe cambiar los representantes. <