La crisis financiera y económica disparó explicaciones técnicas para todos los gustos. Más lejos o más cerca del Gobierno se sostuvo que influyó el cambio de escenario externo por la suba de tasas en Estados Unidos, la aplicación de un modesto impuesto sobre inversiones especulativas, la magra venta de divisas de las cerealeras por la buena proyección de los precios internacionales y el recorte en las cosechas por sequía. Todo eso, en efecto, ocurrió. Pero eran episodios previsibles. El impuesto, por caso, tenía fecha de aplicación fijada desde diciembre. En enero se supo que la Reserva Federal de EEUU iniciaba un proceso de ajustes al alza de sus tasas, y desde hace un par de meses se sabe que la sequía redujo la cosecha de soja en 20 millones de toneladas. La única sorpresa de esta trama fue la actitud del Banco Central, que demoró casi 48 horas en reaccionar -mal y tarde- frente a la escalada que espiralizó hasta convertirse en una crisis política y económica de magnitud que decretó el fin del gradualismo y dejó la economía íntegramente en manos del mercado.
La duda es si lo hizo por mala praxis. Por convicción ideológica. O para favorecer las ganancias de firmas que emplearon a buena parte del elenco presidencial.
Hay indicios que invitan a sospechar. El jueves pasado, al término de una corrida que ya había insumido unos 1400 millones de las reservas, un rumor se esparció entre los operadores de la City: el BCRA estaba quemando recursos para sostener el valor de la divisa en beneficio de un banco de inversión que estaba desarmando su cartera de inversiones y requería billetes verdes para fugar. El beneficiado, se dijo con insistencia, es uno de los principales colocadores de títulos argentinos, y un antiguo empleador de ministros, secretarios y directores del nutrido gabinete económico de Mauricio Macri. Por supuesto, no fue el único: otros dos bancos -uno extranjero y otro nacional-, se habrían plegado a la movida.
El dato preciso no es de acceso público, pero el Banco Central y los operadores cambiarios siguen el minuto a minuto de ofertas y demandas a través del Sistema Integrado de cambios. El macrismo, en pos de la transparencia que pregona, podría difundir esa información para conjurar las maledicencias que pesan sobre las erráticas acciones del Banco Central. Y si el gobierno no da explicaciones por voluntad propia, quizá algún fiscal se anime a preguntar.
Haya tenido o no a un beneficiario específico, lo cierto es que esta semana un grupito de especuladores hicieron fortunas con la trepada cambiaria. En abril -antes y durante la corrida- el Central vendió US$7257 millones, para después devaluar más de un 13%. Eso implicó una ganancia automática para los compradores de US$906 millones. La contracara de ese club de afortunados son las mayorías populares, que verán depreciarse aún más sus ingresos frente a la nueva escalada inflacionaria provocada por la devaluación. El pass-through, como se sabe, es un deporte del empresariado nacional.
De hecho, el titular del Banco Central, Federico Sturzenegger sugirió que la decisión de quemar reservas para intentar sostener el valor de la divisa en el inicio de la corrida buscó evitar que la devaluación recalentara aún más la inflación. La estrategia, de haber sido esa, no sólo salió mal, sino que sirvió para que especuladores con posiciones en distintos mercados del continente (donde sí se devaluó de entrada, en sintonía con el ajuste dispuesto por la Reserva Federal) hicieran un paso rasante por la Argentina, se apropiaran de divisas baratas y continuaran su vuelo a la calidad, eufemismo con el que el mercado financiero describe la huída de los capitales golondrinas hacia destinos más seguros.
De ese modo, las reservas locales (constituidas con un festival de deuda pública) contribuyeron a financiar la fuga de especuladores que en el último tiempo aceleraron su salida del país. El fenómeno no es nuevo. El desarme de posiciones viene creciendo a ritmo sostenido desde diciembre, cuando el gobierno anunció una corrección en su meta de inflación. Esta semana, la revista Forbes expresó fuerte y claro que el humor de los mercados se está dando vuelta: Puede que sea tiempo de salir de la Argentina, tituló la publicación. No es el primer indicio: desde enero, el Estado Nacional y las provincias casi no pudieron colocar deuda en el exterior.
Señales de alerta sobraban, pero el mejor equipo en 50 años chocó igual contra una crisis que el propio Gobierno construyó con medidas que favorecieron la especulación y la fuga de divisas. Como es usual, no asumió culpas y cargó contra la oposición irresponsable que propone morigerar las tarifas. Humo político para encubrir un nuevo ajustazo, que tendrá a la obra pública como víctima principal. Pero que también afectará, según reconoció el ministro Nicolás Dujovne, a bienes y servicios que ofrece el Estado ¿Cuáles? No hubo detalles.
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Antes de la conferencia de prensa en la que Dujovne y su colega de Finanzas Luis Caputo anunciaron el ajuste (o la reducción en la meta de déficit fiscal), el Banco Central informó que subiría la tasa al 40% y redujo la tenencia permitida de dólares a los bancos. A las medidas se sumó la advertencia de que el Central dispondría de sus -todavía- cuantiosas reservas para desinflar la corrida. A las 10 de la mañana, hora en la que abre el mercado cambiario, las pizarras marcaban un descenso de la cotización. Al mercado, está claro, le gusta la combinación de ajuste y altas tasas de interés. Pero el antídoto que escogió el gobierno le mete más frío a la economía real: el encarecimiento del crédito impacta sobre las maltrechas finanzas de las Pymes, la reducción de la obra pública golpea la construcción -el sector que sostiene más o menos estables los niveles de empleo y actividad económica en la era Cambiemos-, y el traslado de la devaluación a los precios adelgaza los ya flacos bolsillos de los asalariados.
Es probable que al final del día, sin embargo, el Gobierno salga a vender el eventual fin de la corrida como un éxito de gestión. La intriga es cuánto costará, en plata y en costo social, el montaje de ese espejismo.