Desde el inicio de la administración de Cambiemos, se incrementaron la indigencia y la pobreza. Entre el primer semestre de 2015 (el último período sobre el cual se puede construir el indicador debido al apagón estadístico del comienzo del macrismo) y el segundo semestre de 2018, la indigencia se incrementó en 0,5 de punto porcentual (pp), pasando de 6,2% a 6,7%; la pobreza, en 2,1 pp, pasando de 29,9% a 32 por ciento. Esto equivale a 300 mil nuevos indigentes y 1,4 millones nuevos pobres, totalizando la friolera de 3 y 14,3 millones de personas indigentes y pobres, respectivamente. Los datos de la evolución de los ingresos de los deciles «próximos» a las líneas de indigencia y pobreza durante el primer trimestre de 2019, conocidos en la semana, permiten prácticamente descartar una mejora significativa en el primer semestre.
En nuestro país, la mayoría de los ingresos de los hogares son laborales. Aunque la amplia red de ingresos no laborales –heredada, en buena medida, del kirchnerismo– probablemente esté funcionando para evitar un estallido social como el observado en el ocaso de la Convertibilidad, el desempleo continúa siendo el principal determinante de la pobreza.
En la actualidad hay, en la Argentina, casi 6 millones de personas que trabajan menos tiempo del que desean –y esto sin contabilizar a los que están fuera de la fuerza laboral y podrían querer trabajar–. Además de un costo social, esto representa un costo «real»: los bienes y servicios que podrían estar disponibles si estas personas se emplearan en actividades socialmente útiles.
Por definición, los desempleados son personas dispuestas a vender trabajo a cambio de dinero. Esto es evidencia de que el ahorro deseado del sector privado (en rigor, no gubernamental) es mayor que el ahorro efectivo permitido por la política fiscal del gobierno. De aquí que si un gobierno impone obligaciones impositivas pagables (sólo) en su propia moneda, es lógicamente absurdo que no gaste la cantidad que el sector privado desea ahorrar por encima de su obligación impositiva o, lo que es lo mismo, que no adquiera el trabajo desempleado (que está a la venta en la moneda estatal).
Lamentablemente, en lugar de ocuparse de los costos reales del desempleo, los hacedores de política suelen preocuparse por los costos financieros de emplear a los desempleados. Hasta que estas percepciones cambien, el déficit público será considerado negativo en sí mismo y, lo que es peor, la economía continuará operando por debajo de sus posibilidades –con recursos desempleados–. «