Aunque transcurrieron 30 años, el llamado Plan Bonex sigue siendo uno de los episodios más traumáticos de la historia económica argentina. Aquella conversión forzosa de los depósitos a plazo fijo, en su mayoría pactados a 7 y 30 días, en bonos a devolver en 10 años fue uno de los hitos de un tiempo vertiginoso, en el que la sociedad vivió dos procesos hiperinflacionarios en menos de 12 meses y un fuerte giro en la concepción del Estado y la economía. Buena parte de la génesis de la desconfianza hacia el sistema bancario, que volvió a estallar en la crisis de 2001, se encuentra en aquella decisión.
La medida fue anunciada por el entonces ministro de Economía, Antonio Erman González, en una conferencia de prensa en los salones de la Casa Rosada. El 28 de diciembre de 1989, como en una macabra broma por el Día de los Inocentes, pero sin perder su habitual tono calmo y pausado, el riojano dijo: «Los depósitos a plazo fijo van a ser convertidos y canjeados por Bonex, bonos de la deuda externa argentina serie 1989».
Así como el corralito de 2001 no puede entenderse si no es en el marco de la gravísima crisis política e institucional que atravesaba el país, tampoco podría comprenderse el Plan Bonex si no se recuerda lo sucedido en los meses previos. En aquel 1989, la Argentina había conocido la hiperinflación, fenómeno que llevó a terminar el año con un aumento de precios del 3079 por ciento.
La situación macroeconómica tenía varios puntos de contacto con la actual. Había un elevado déficit fiscal, una balanza de pagos deficitaria que consumía las divisas necesarias para pagar la elevada deuda externa y un Banco Central que había perdido casi todas sus reservas intentando contener, sin éxito, el precio del dólar. El anuncio de la entidad, de que dejaría de intervenir en el mercado, el 6 de febrero, fue en los hechos la muerte del Plan Primavera (el programa de estabilización económica que el alfonsinismo había lanzado a mediados de 1988) y la campana de largada para la devaluación descontrolada de la moneda nacional y de la hiperinflación.
En un análisis publicado por el Centro de Estudios de Estado y Sociedad (Cedes), los economistas Roberto Frenkel (de activa participación en la creación del Plan Austral de 1985) y José María Fanelli ubicaron el origen de ese proceso entre uno y dos años antes. «Las autoridades debieron manejar el shock negativo en el comercio externo y el desbalance fiscal sin contar con instrumentos que les permitieran extender en el tiempo el ajuste de tales desequilibrios. Una de las pocas alternativas para cerrar la brecha fiscal y externa era la devaluación real y el incremento de las tarifas públicas en términos reales», sostuvieron.
Crisis política, también
Además de las causas macroeconómicas y la disparada del dólar, la incertidumbre política jugó su partido. La inédita transición política de un presidente radical a otro justicialista debió ser adelantada por la hiperinflación. El índice de precios llegó a subir 195% en un mes y la desvalorización de la moneda era tal que algunas empresas comenzaron a liquidar los sueldos cada semana. La presión social desembocó en saqueos. Consumido por el fracaso económico, Raúl Alfonsín renunció para que Carlos Menem asumiera cinco meses antes de lo previsto.
Sin embargo, hacia fines de 1989, la maniobra del nuevo mandatario de encargarle al grupo cerealero Bunge y Born un plan económico llave en mano, que incluyera una reforma del Estado y medidas promercado (en abierta contradicción con sus promesas electorales), había fracasado. Miguel Roig, primer ministro de Economía designado por Menem, murió de un ataque cardíaco apenas seis días después de asumir; y el segundo, Néstor Rapanelli, también directivo de B&B, renunció el 18 de diciembre. «Teníamos un conjunto de objetivos y llegó el momento en que tomamos conciencia de que no los podíamos ejecutar, porque habíamos perdido credibilidad de parte de la gente. Las tasas de interés se habían ido a las nubes, había de nuevo fuga hacia el dólar… En función de eso presenté la renuncia», contó Rapanelli años más tarde.
En ese contexto apareció González, que había colaborado con Menem durante su gobierno en La Rioja y que a la sazón estaba al frente de la cartera de Acción Social. «Es un contador sin visión política», lo calificó otro menemista incondicional, Roberto Dromi, quitándole peso en la rosca interna del oficialismo. Su primera medida fue liberar el tipo de cambio. Enseguida, González anunció que el gobierno se quedaría con los depósitos a plazo fijo del grueso de la población: se devolvería a cada titular sólo un millón de australes en efectivo (unos 550 dólares al cambio de ese momento) y por la diferencia se entregarían los Bonex con vencimiento a 10 años.
Secar la plaza
Para dimensionar el efecto en la población vale recordar cómo funcionaba el sistema financiero. Por esos años, no había Internet ni cajeros automáticos y los sueldos se cobraban en efectivo (la acreditación en cajas de ahorro era una rareza). Como los depósitos a plazo fijo podían hacerse a apenas siete días, muchos asalariados se quedaban con el dinero justo para vivir una semana y llevaban el resto al banco para estirarlo con los intereses. Por eso, tantos pequeños ahorristas sintieron de lleno el impacto: perdieron el dinero para sus transacciones, para ir al almacén o viajar en colectivo; o simplemente, para evitar que la hiperinflación se comiera el sueldo a medida que transcurrían los días. Sólo se exceptuó de la conversión forzosa a las empresas que necesitaran pagar sueldos y cargas sociales y que mostraran los recibos y las boletas ya confeccionadas.
«Para que la moneda nacional recupere su valor adquisitivo resulta imprescindible limitar la circulación en australes a lo estrictamente necesario», fue uno de los argumentos del decreto 36/90, publicado el 3 de enero, que sirvió de paraguas legal a la decisión. Los considerandos de la norma incluyeron un par de afirmaciones curiosas. «Acontecimientos extraordinarios obligan al uso de remedios también extraordinarios, pero no ilícitos», decía uno de los párrafos. Otro de ellos serviría para justificar cualquier medida: «El éxito -que no sería del gobierno sino del país- legítima los medios intranormativos que sirvan para alcanzarlo».
Detrás de la premisa monetarista de que secar de dinero la plaza ayudaría a calmar el dólar, que había arrancado el año en 17 australes y lo terminó por encima de los 1800 australes, había un argumento eminentemente práctico para desarmar esa montaña de vencimientos de plazos fijos estimada en 3000 millones de dólares. Es que alrededor del 80% de estos depósitos debían estar guardados en el Banco Central bajo la figura de Depósitos Indisponibles (Depin), como encajes remunerados con tasas de interés altísimas. Incapacitado de devolverlos, el BCRA les pagó a las entidades financieras con Bonex para que repartieran entre sus clientes. «El objetivo perseguido era la eliminación de los pasivos monetarios remunerados (encajes, depósitos indisponibles y depósitos especiales) para erradicar de esa manera el déficit cuasifiscal. Si bien a expensas de deteriorar la reputación del Estado como pagador de sus obligaciones, la eliminación del problema antedicho, por su magnitud, facilitó enormemente el tránsito hacia un sistema monetario que pudiera adaptarse a situaciones de baja inflación», reconoció la autoridad monetaria en su memoria correspondiente a 1990.
Pero no era fácil desarmar una bola de nieve tan grande. «La magnitud de tales encajes, crecientes en los últimos años, implicaba que ante aumentos nominales de precios y tasas de interés se produjera un impacto expansivo sobre la oferta monetaria del período siguiente. Ello claramente afectaba el desbalance monetario, generando más inflación y mayores tasas nominales de interés, potenciando los desequilibrios», evaluó el BCRA.
En otras palabras, los intereses que generaban los Depin hacían crecer el circulante y eso alimentaba las subas de precios. Con esas deficiencias, el final de la historia estaba escrito. Vino una segunda oleada hiperinflacionaria, que sólo en el primer cuatrimestre de 1990 acumuló casi el 700% y que recién menguó con una drástica reforma del Estado que achicó sus estructura, suprimió oficinas y dio el aval para la privatización de empresas.
Pérdidas considerables
Para los depositantes, las pérdidas fueron considerables. En el mercado secundario, los Bonex (cuya impresión demoró un par de meses, ya que en ese entonces no existían mercados electrónicos y se comerciaban las láminas con los cupones adheridos) cayeron en un primer momento al 25% de su valor nominal, lo que implicaba que quien quisiera hacerse de inmediato con el capital de su plazo fijo sólo podía recuperar un cuarto de su monto original. Recién un año después se estabilizaron en una paridad cercana al 80%.
Hubo, claro, reclamos ante la Justicia. Pero la Corte Suprema (la de la recordada «mayoría automática» del menemismo, por su alineamiento con las políticas del Ejecutivo) convalidó, como no podía ser de otra manera, el decreto 36/90. En la demanda iniciada por el ciudadano Luis Peralta, la Corte opinó que el decreto no negaba la propiedad del dinero por parte del depositante, sino que sólo limitaba temporalmente su percepción. «En momentos de perturbación social y económica, es posible el ejercicio del poder del Estado en forma más enérgica que la admisible en períodos de sosiego y normalidad», decía el fallo de diciembre de 1990.
La atípica situación deparó algunos casos curiosos. En enero de 2000, el diario Clarín difundió la historia de un cliente que esperó los diez años y al vencimiento del bono intentó cobrarlo. En el Scotiabank, sucesor del Banco Quilmes (donde se había originado la operación), le reconocieron el capital adeudado, que reforma monetaria mediante era de 500 pesos, pero le informaron que debía 712 pesos por la custodia de los títulos. «Es el primer reclamo que se nos plantea. Pasaron tantos años que la gente se olvida», dijeron empleados del banco.
Otro coletazo del Plan Bonex todavía subsiste. En medio de aquella desordenada reestructuración de pasivos, el 2 de enero de 1990 el Tesoro canceló sus deudas con el BCRA con la emisión de un bono consolidado a 99 años de plazo, con diez años de gracia. En 2002, en un reordenamiento tan caótico como el anterior, el entonces ministro Roberto Lavagna dispuso cambiar las condiciones para que el BCRA cobrara el capital en 80 cuotas anuales a partir de 2010. Esa deuda, equivalente a unos U$S 14 millones y con vencimiento en 2089, es el último resabio de aquellas jornadas frenéticas ocurridas hace ya tres décadas.