Argentina salió del último gobierno con una situación económica muy complicada. Se conocieron en estos días los datos de caída del PBI que confirman el panorama: crisis recesiva, caída de los salarios, mayor desempleo y pobreza, con la mayor inflación en casi tres décadas. Este rotundo desastre macroeconómico legó, además, otro lastre sustancial: la deuda pública, elevada a límites insospechados. Esa misma deuda que el propio Cambiemos defaulteó a escondidas, mediante el recurso del “reperfilamiento”. A este difícil contexto de asunción del gobierno de Alberto Fernández, la crisis global expresada en la pandemia del Covid-19 ha puesto una nueva capa de complejidad.
Un mundo en crisis
Todas las estimaciones coinciden en prever una caída general del nivel de actividad mundial, mayor a la del estallido de 2008. En aquella oportunidad fue el paquete fiscal chino lo que permitió que la parálisis no fuera mayor, pues Estados Unidos y la Unión Europea se dedicaron a emitir moneda para salvar a los bancos. Ahora, China pesa mucho más en el PBI global que hace una década y la crisis le ha golpeado en mayor medida.
El mundo no crecerá y esto genera problemas para una Argentina prácticamente estancada desde hace ocho años. La caída de la actividad generará menor demanda, lo que pone límites a las posibilidades exportadoras. Las estimaciones presentadas por el ministro de Economía, Martín Guzmán, el viernes 20, al Fondo Monetario y los acreedores privados señalan un superávit comercial de entre el 3,4 y el 3,8% del PBI, tal vez demasiado optimista. El comercio está paralizado además por los controles fronterizos.
Está por verse el alcance de los paquetes de salvataje que se están empezando a implementar en los distintos países. La completa falta de coordinación parece ser la regla, tomando cada país su propia receta.
La crisis golpea más duro por los efectos de las políticas neoliberales, que desmontaron las protecciones de derechos sociales. Los sistemas de salud privatizados y desfinanciados carecen de infraestructura y recursos para atender la situación. La precarización del empleo hace más difícil garantizar el acceso a ingresos básicos. No es lo mismo atender la emergencia de la pandemia actual desde diferentes estructuras institucionales.
Las incoherencias del capitalismo global son múltiples, pero una expresa con claridad este sentido. Datos de la OMS indican que el gasto de salud per cápita en 2018 fue de 270 dólares en los países de ingreso alto. Al mismo tiempo, el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo informó que en el mismo año el gasto per cápita en armamento en el mundo fue de 240 dólares, donde Estados Unidos gastó 1845; Francia, 882; Reino Unido, 715; y Rusia, 414. Es apenas una expresión de prioridades.
Los dueños de las finanzas
Los flujos de inversión también están en retracción, dirigiéndose ahora hacia lo que consideran más seguro. La salida de fondos desde la periferia ya superó los 60 mil millones de dólares, el triple que en 2008. Los bancos centrales de los países centrales están reduciendo sus tasas de interés prácticamente a cero para impulsar el crédito. Pero este rumbo, similar al del anterior estallido, se encuentra con niveles récord de deuda. En términos absolutos, la deuda global ha alcanzado los 253 billones de dólares al último trimestre de 2019, lo que equivale al 322% del PIB mundial. No solo los hogares se encuentran altamente endeudados, como en 2008, sino también las empresas y los Estados. Es previsible que la crisis haga emerger una ola mayor de quebrantos. ¿Cuánto más puede crecer la deuda, sin ningún uso productivo?
El FMI recientemente señaló este riesgo, al anunciar una mora de la deuda con organismos multilaterales para países muy empobrecidos. Detrás de ello está el reconocimiento de que la deuda está bloqueando recursos necesarios para atender las necesidades de la población.
A todo lo anterior se suma un elemento cualitativo diferente al pasado. Hoy en día, los propietarios de grandes compañías multinacionales y de los títulos de deuda soberana son, en términos generales, los grandes fondos de inversión. BlackRock, Vanguard y State Street son los principales accionistas del 90% de las empresas del índice S&P 500. Su inversión ronda los 13 billones de dólares, cerca de 26 veces el PBI de la Argentina. Estos tres grandes controlan alrededor del 40% de las empresas estadounidenses que cotizan en alguna de las Bolsas de aquel país. Junto a Hathaway y Fidelity, estos fondos manejan la mayoría del capital en Microsoft, Apple, Amazon, Alphabet y Berkshire Hathaway, las cinco empresas más valiosas de Wall Street. Visto desde su propio ombligo, BlackRock señaló recientemente que considera al sistema financiero actual más “robusto” que en 2008.
La supuesta distinción entre capitales productivos y especulativos no parece cumplirse, al menos en la cúpula del poder económico mundial. Estos fondos manejan recursos de miles de inversores de distinta talla y no se involucran de forma directa en la gestión de las empresas, pero les imponen sus demandas de altas rentabilidades en plazos cortos. De este modo, la amalgama de capital especulativo y productivo genera la lógica más predatoria incluso en la producción, de la mano de las transnacionales. Algo que explicaron Lenin y Luxemburgo hace más de un siglo.
Muchos de estos fondos, de tamaños mayores a Estados completos, participan activamente del mercado de deudas soberanas y, por ende, de toda reestructuración que se haga. Templeton, BlackRock, Pimco y Fidelity por ejemplo, participaron de la reestructuración en Ucrania, y son actores centrales en el caso de Argentina. Algunos de estos fondos aprovecharon la desvalorización de los bonos argentinos, varios de los cuales cotizaron por debajo del 30% de su valor nominal en estos últimos días. La caída en el valor fomenta a estos actores incrementar sus tenencias de deuda argentina, porque permite solventar la larga espera que supone un litigio buscando cobrar el 100%. O incluso obtener grandes ganancias inmediatas en escenarios de reestructuración con quita.
Desafíos de siempre en la urgencia de hoy
Cada país está lanzando paquetes de acción a la altura de sus posibilidades no solo para enfrentar la pandemia sino también la crisis económica, que se avizora incluso más prolongada que el coronavirus. Se han anunciado posibles estatizaciones en varios países europeos, que el estado se ghaga cargo de parte del pago de salarios, diferimiento de impuestos, moratorias de deudas, congelamientos de alquileres o precios máximos. La lista no tiene fin, porque tiempos de crisis son para medidas osadas.
Argentina debe plantearse la necesidad de garantizar el control público sobre actividades sensibles, que prueban ser claves en contextos de crisis, como salud o energía. Se vuelve evidente la relevancia de los controles de capitales para evitar mayores cimbronazos ante estas desestabilizaciones.
Y especialmente en lo relativo a la deuda, urge modificar las prioridades. Continuar los pagos en este contexto de urgencias parece, al menos, inconsistente. Una moratoria indefinida, en el marco de la crisis, no resultaría extraño a nadie. Es el momento de suspender pagos, aprovechando la coyuntura para avanzar en la auditoría. La oferta de canje en curso, que no es de conocimiento público, permite a los especuladores revalorizar sus activos en un mundo en crisis. Con fondos de inversión con capacidad de veto, por poseer más del 25% del total de bonos, ¿es esperable una salida que nos beneficie? La discusión no es solo proteger los derechos humanos en nuestro país, jaqueados por la deuda, sino insistir con el planteo a escala mundial: urge reordenar las prioridades del sistema financiero internacional, y esto no se hace sino con mayores regulaciones.