Cuando, en medio de la ola de despidos y de una inflación galopante, a principios de año se anunció la medida de los «libros libres» con bombos y platillos, la historia del cinismo en políticas culturales había alcanzado un nuevo mojón. La realidad era que la inminente entrada masiva de saldos de editoriales españolas tenía el potencial efecto de destruir a una industria editorial local cuyo valor agregado en términos culturales se debe a los pequeños editores.
Pasado más de medio año, las cosas no han cambiado demasiado. Los libros que entraron no son tan baratos ni tan buenos, pero sí son caros, y nadie puede comprarlos porque nadie tiene plata. Por la inflación, las imprentas son reacias a fijar precios, pese a que casi no invierten, en general, hace 15 años. La industria del papel, cara e ineficiente, protegida por el gobierno anterior, sigue aumentando los materiales de manera desmesurada. La caída del consumo y la inestabilidad en el costo de los insumos consiguieron que, este año, hayamos decidido no publicar aún ningún título. El gobierno lanzó unas líneas de subsidios que esquivan estos problemas estructurales y operan aún bajo la perspectiva de la limosna. Más de lo mismo. «