La plata no alcanza. La frase, repetida miles de veces por generaciones de argentinos, tiene una enorme actualidad en esta época de inflación desbocada. La plata no alcanza es el latiguillo de los hogares de trabajadores asalariados registrados, cuyos ingresos están por debajo de la canasta de pobreza; de las familias pobres, receptoras de beneficios sociales que no alcanzan ni para cubrir una canasta de indigencia; de las que están un poco más acomodadas y de los hogares de los adultos mayores.
Esta frase es, también, un disparador. La clase trabajadora se caracteriza por la búsqueda de soluciones a problemas urgentes: si no las encuentra no come, no se viste, no tiene vivienda ni salud. Está obligada a ello.
En el caso de la inflación también responde así. La historia argentina del último siglo y pico está marcada por innumerables planteos, reclamos y luchas por la mejora del poder adquisitivo de los ingresos ante la suba de los precios. Los trabajadores han mostrado siempre una fuerte tendencia a expresar activamente su descontento por esta situación, incluso en los momentos en los que un simple reclamo podía costarle la vida. La fuerte -en términos relativos- organización sindical argentina se basa en este músculo que se ejercita de tiempo en tiempo, quizá con intervalos mayores a los que convendría. Pero está.
Donde menos se ha sentido su impulso ha sido en el debate de las ideas. Aquí, los trabajadores retroceden varios casilleros y no terminan de elaborar propuestas que nazcan desde sus propias necesidades. Quizá pesa la idea de que la inflación afecta a todos por igual y que, por lo tanto, no importa quién proponga la salida, ya que si se la logra encontrar será en beneficio de todos.
La historia argentina desmiente esta percepción. La estabilización de los precios que se alcanzó en 1991 funcionó sobre la base de un durísimo ataque a las condiciones de vida de los asalariados, ya golpeadas por tres sucesivas hiperinflaciones, entre 1989 y principios de 1991. En un trabajo publicado por Flacso («Las reformas estructurales y el plan de convertibilidad durante la década de los noventa: el auge y la crisis de la valorización financiera«), Eduardo Basualdo muestra que, en 1994, la relación entre salarios y Producto Interno Bruto se mantenía en el mismo nivel que en 1991, en torno del 35%, mientras que los ingresos de las 200 empresas más grandes crecían un 66%, por encima, incluso, del salto del propio PIB, del 55%. Fueron muchos los mecanismos a los que apeló el menemismo para lograr este resultado, pero el esencial fue mantener la caja de conversión de un peso por un dólar, que era el ancla ante la inflación y, al mismo tiempo, la garantía de los negocios.
Una lectura propia de las causas de la inflación serviría para que quienes viven de su trabajo puedan impugnar la idea de que los aumentos de salarios y jubilaciones generan inflación, o que el ajuste fiscal es inevitable (especialmente en lo que hace al gasto social, al salario de los empleados estatales y a la inversión en salud y educación públicas) porque el déficit se cubre con emisión monetaria y eso dispara la inflación.
Es decir, si no se ingresa con un planteo propio ante la mesa tripartita que quiere conformar el gobierno para congelar precios y salarios, se corre el riesgo de cristalizar tanto la enorme pérdida de poder adquisitivo que se ha producido en todos los segmentos de ingresos desde 2018 a esta parte y, al mismo tiempo, como la fuerte regresión en la distribución de la riqueza.