La inflación es el principal problema que aqueja la vida cotidiana de las mayorías populares. Los alimentos se dispararon y aumentaron un 7,5% en febrero, impulsados por verduras, frutas y carnes. El promedio de la suba en el segundo mes del año fue del 4,7%, la más alta de los últimos once meses. La foto de marzo empeoraría esta película de terror.
En el gobierno aseguran que una vez cerrado el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, su principal preocupación pasa por contener la inflación. El presidente Alberto Fernández habló en términos bélicos y le puso fecha a una guerra cuyo inicio nunca tuvo lugar.
Sin embargo, hay una especie de doble discurso ante la cuestión, por una razón muy simple y evidente: el pacto con el FMI presupone la «necesidad» de una inflación alta y hasta la impulsa.
El acuerdo incluye tarifazos para reducir subsidios y aumentos, tanto en la energía como en los combustibles, cuyos valores inciden en toda la cadena. El gobierno autorizó subas en la medicina prepaga para marzo y abril. También habilitó el incremento de las tarifas de gas en un 20% para el consumo residencial y otro tanto en la electricidad. Además, permitió alzas en las naftas de alrededor del 10% en marzo.
El pacto con el FMI comprende, además, un esquema de aumento del dólar oficial que, por más gradual que sea, no deja de ser una devaluación en cómodas cuotas que empuja todos los precios hacia arriba de manera constante.
Por otra parte, la suba de las tasas de interés —también impuesta en la hoja de ruta acordada con el Fondo Monetario— llevó a muchas empresas a especular con el encarecimiento del crédito y a incorporar ese factor a sus costos. Por lo tanto, la medida que apuesta a enfriar la economía produce —en el contexto actual— la peor combinación para el peor de los mundos: aumenta las tendencias a la recesión y también impulsa la inflación.
Por último, hay un objetivo inconfesable, pero muy anhelado por los funcionarios del Fondo Monetario y por todo el empresariado en general: la erosión de los salarios, de las partidas presupuestarias para salud, educación y de las remuneraciones de los trabajadores y trabajadoras del sector público. La inflación habilita un aumento de la recaudación que no es acompañado (y no lo viene siendo en los últimos años) por una recomposición de los ingresos y del gasto público, y también es una vía «indirecta» de recorte salarial. El ajuste que nadie reconoce, pero que todos saben que existe.
Sobre esta cuestión del ajuste y de los salarios fue significativa la anécdota que reveló el periodista Ernesto Tenembaum en uno de los pases que realiza con Reynaldo Sietecase en las mañanas de Radio con Vos. Tenembaum contó un curioso diálogo que tuvo con el presidente Alberto Fernández luego de su triunfo sobre Mauricio Macri en las Primarias de 2019. Fernández le confesó que soñaba con ser el «Adolfo Suárez» de la Argentina. Aquel líder que encabezó la transición española con los famosos Pactos de la Moncloa y que, presuntamente, fue odiado por todos y reivindicado por la Historia.
Está bien, un vaso de agua y una autopercepción heroica no se le niegan a nadie. Sin embargo, el costado más oculto (o menos publicitado) de los famosos Pactos de la Moncloa fue aquel que estableció que los aumentos salariales fueran inferiores al Índice de Precios al Consumidor, debían ligarse a la inflación prevista y no al aumento real. Aquello motivó que un histórico líder de una central obrera española sentenciara que la ecuación era el producto de «las matemáticas de la burguesía». Igualmente, los sindicatos aceptaron el pacto y tuvieron que soportar que en alguna empresa más de un militante les arrojara el carnet a la cara.
Ten cuidado con lo que deseas —afirmó Oscar Wilde—, porque se puede convertir en realidad. Incluso, con todos sus defectos y ninguna de sus virtudes.