Fue una promesa de campaña: 50 mil jóvenes anotados en el programa oficial Potenciar Trabajo serían sumados a las filas del empleo privado formal. No solo eso: otros 250 mil trabajadores agrarios podrían compatibilizar la percepción de este beneficio con el trabajo temporal pero registrado en la actividad agropecuaria. Nada de eso sucedió y si se buscan las causas, la falta de voluntad política de los protagonistas estatales de tales compromisos es un dato.
El otro es que esos mismos protagonistas corren detrás de la agenda de las empresas. En ese momento, durante la campaña electoral, y ahora también, el sector privado enfatizaba que había escasez de mano de obra, que se había perdido la “cultura del trabajo”, que el auxilio social que ofrecía el plan Potenciar Trabajo –que otorga un beneficio que es la mitad de un salario mínimo, vital y móvil– atentaba contra la disposición de mano de obra porque “la gente prefiere el plan a trabajar”, una vulgaridad repetida hasta el hartazgo.
Cualquier laburante sabe que entre los avatares de su vida estarán los períodos de desempleo seguidos de otros con empleo. Su problema será que haya demanda de mano de obra. Y si no la hay, pasará al ejército de los desocupados o a las filas de los que sobreviven con changas y trabajo precario.
Pensar que estas situaciones son algo natural es un error. Se trata de relaciones sociales tan comunes y asimiladas como las familiares, pero al mismo tiempo tan históricas como el paso de los regímenes políticos.
Las usinas de pensamiento financiadas por las empresas suelen presentar los intereses de estas como si fueran los de todos. Con eso buscan generar ese efecto de asunto natural en las relaciones sociales. Por eso el análisis siempre deriva hacia variables de ajuste, como reducir el gasto público, o el empleo y los salarios, sin tocar la ganancia empresaria.
Las corporaciones lograron instalar la idea de que no habrá más trabajo registrado estable. Pensadores como Jeremy Rifkin afirmaron que lo progre será salir a la aventura de pelear la propia y abandonar el empleo registrado y de calidad. Las justificaciones para esa degradación giraban en torno de la irrupción de la tecnología, el movimiento transfronterizo de los recursos humanos y la economía del conocimiento, cuya concreción no requeriría ya de los viejos esquemas laborales de convenios y reglas: ¡A vivir en libertad! era la consigna, como si carecer de un salario fijo fuera un sinónimo de autonomía.
Sin embargo, bien mirada, la decisión de la clase empresaria de retirarse de una relación social como la que se establece en el empleo registrado responde a una profunda tendencia: ¿cuál será su sentido histórico como clase social si no puede generar aquello con lo cual justificó su propia existencia? En un informe especial mostramos cómo en la Argentina, el mismo sector que denosta a quienes reclaman por trabajo no pudo generar un solo empleo neto nuevo en diez años.
Las excusas del tipo que no hay “estímulo” a la creación de empleo –eufemismo de la reforma laboral– chocan cada vez más con los intereses vitales de los asalariados, ocupados y desocupados, para quienes la disyuntiva no será elegir entre el desempleo y el embellecimiento de la precarización laboral, sino entre la miseria y una vida digna. En definitiva, el trabajo no es un regalo, es un derecho.