El uso de la represión posee al menos tres sentidos: sofocar actos de rebeldía, dar una lección a sus hacedores e infundir desaliento a otras desobediencias. Al respecto, el régimen del PRO jamás ocultó que sus tres grandes obsesiones policíacas son el control del espacio público, el disciplinamiento social y la persecución a ex funcionarios kirchneristas. En aras de semejantes «políticas públicas» ya tiene en su haber una vasta lista de salvajadas. Pero últimamente el ejercicio de la «legítima violencia del Estado» se focaliza en los conflictos gremiales. Un blanco preferencial acorde con las nutritivas recetas del FMI, que incluyen palazos y proyectiles de goma saborizados con gas pimienta.
De hecho, sólo en la última quincena hubo tres casos notables, a saber: el ataque casi surrealista contra los trabajadores del subte que reclamaban la reapertura de la paritaria, el virulento desalojo del personal de Cresta Roja que mantenía bloqueada la planta en protesta por los despidos y el clima coercitivo imperante en el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), en medio, también, de cesantías. Lo cierto es que ahora las luchas sindicales han dejado de ser un derecho garantizado por la Constitución Nacional para convertirse en una «hipótesis de guerra». Una beligerancia que requiere métodos y actores novedosos; entre otros, la privatización de una parte del «aparato disuasivo».
Del marketing al nerviosismo
En los ciclos democráticos transcurridos desde la segunda mitad del siglo XX hasta estos días se contabilizan oleadas represivas, como la aplicación del Plan Conintes durante el gobierno de Arturo Frondizi. Y el accionar de la Triple A, junto a grupos policiales y militares, cuando María Estela Martínez de Perón ejercía la primera magistratura. Luego, una vez concluida la última dictadura, los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Saúl Menem no incurrieron en el abuso de la fuerza para sofocar expresiones y reclamos adversos a sus políticas, con excepción de hechos desatados por gobiernos provinciales. Tampoco Néstor y Cristina Kirchner cayeron en esa tentación. Pero sí Fernando de la Rúa con la matanza del 19 y 20 de diciembre de 2001, y también Eduardo Duhalde con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Claro que mientras los dos primeros casos eran fruto de la Doctrina de la Seguridad Nacional, los restantes fueron la reacción agónica de gestiones al borde del precipicio.
En cambio, con Mauricio Macri en la Casa Rosada se impuso un nuevo paradigma: el «Estado golpeador». Algo cocinado originalmente al calor de las encuestas y los focus groups. Y con el propósito de poner en marcha medidas bestiales para así captar a los sectores cavernícolas del padrón electoral. Pero ahora, bajo la atmósfera de lo que algunos definen como un prematuro «fin de época», dicha estrategia adquiere un significado más dramático.
Lo sucedido el martes pasado en los túneles de la línea H del subte es un un caso testigo. Porque el gobierno porteño no escatimó recursos para quebrar la huelga de los metrodelegados. Y además de abrir causas penales, comenzar sumarios y recurrir a despidos, dispusieron la pintoresca intervención policial en aquellas catacumbas. Aun así, la medida de fuerza que pretendieron sofocar derivó en un paro por tiempo indeterminado, y el conflicto bajo tierra pasó a la superficie para convertir la ciudad en un desquicio memorable.
Ahora las autoridades lanzaron una convocatoria de ex empleados para que, en situaciones análogas, actúen de esquiroles.
Una de las tantas innovaciones del PRO en estos tiempos difíciles.
Privatización represiva
Para comprender el nuevo escenario laboral que impera en la Argentina bien vale reparar en un mensaje de WathsApp enviado por Sara Civile, la cabecilla «dialoguista» de UPCN en el INTI, a sus adláteres, sobre las medidas de lucha tomadas por los trabajadores a raíz del despido en enero de 258 científicos y empleados:
«Hace un rato hablé con Luna (el gerente de Recursos Humanos), y me contó que han contratado una empresa de seguridad para resolver las cosas a patadas en el culo. Son 80 monos que por fin van a poner orden en el INTI con los modos con que trabajan los patovas».
La señora no faltaba a la verdad. Al día siguiente el 7 de marzo hizo acto de presencia esa guardia pretoriana. Pertenecía a la empresa Murata SA, la cual, dicho sea de paso, aportó a la campaña electoral del PRO unos 295 mil pesos. Y su director, a título personal, nada menos que 500 mil.
Se trata del comisario Roberto Raglewski, un ex jefe del Departamento de Operaciones de la Policía Federal, quien fue eyectado de la fuerza en 2004 por un escándalo de corrupción.
El personal de esa empresa también vigila el Banco Ciudad, la Usina del Arte y el Subte, entre otras dependencias estatales. Y en todos aquellos lugares impuso un sesgo de militarización. Tanto es así que su trabajo principal es el de rompehuelgas. Y en el INTI las tareas de sus mastines humanos se basan en el control policial de los trabajadores.
Por lo pronto, son los interlocutores entre los delegados y los directivos del organismo. Y desde el lunes 21, tras el despido de otros siete empleados, integran junto con las fuerzas de seguridad el esquema represivo apostado en sus instalaciones. Es el debut de las agencias privadas en tales menesteres. Sin duda, un hecho histórico. «