La última película del notable director británico Ken Loach, Yo, Daniel Blake, encierra la violencia de un cross a la mandíbula. Un efecto que se multiplica en el contexto argentino con despidos masivos y el caso más resonante de la alimenticia PepsiCo, que derivó en una represión salvaje.
Sin ánimo de spoilear y sin sobrepasar los límites de los comentarios que circularon luego de su estreno, la película cuenta la densa historia de un obrero que por un problema de salud debió dejar de trabajar. La solicitud de asistencia estatal transitoria se convierte en una verdadera odisea para una persona que según el kafkiano Estado británicoestá en un no lugar: ni demasiado enfermo ni lo suficientemente sano.
Las peripecias para sobrevivir en el desierto de esta supuesta modernidad meritocrática conforman la trama de un film indudablemente desgarrador y muy actual.
Las dificultades materiales por las que atraviesa el personaje se combinan con las violentas respuestas de una indolente narrativa estatal. Un relato muy familiar para quienes experimentamos la nueva etapa de la Argentina atendida por sus CEO: las claves de tu éxito o fracaso debes rastrearlas en el esfuerzo individual y las capacidades para sobresalir en la sociedad regida por la ley de la selva. Como dirían los abogados, en este puro y duro realismo capitalista, hay una inversión de la carga de prueba: los problemas sociales por naturaleza aparecen como condenables incapacidades personales.
La película es un intenso fresco de la Gran Bretaña que comanda Theresa May, un país que desde los años ’80 del siglo pasado fue reseteado a golpes de neoliberalismo por la contrarrevolución thatcherista.
Las responsabilidades de los conservadores por el amargo presente inglés están a la vista, pero también hay que destacar la adaptación a este nuevo espíritu de época que tuvo la orientación de los dirigentes del Partido Laborista en las tres últimas décadas.
El joven intelectual de izquierda británico, Owen Jones (autor de un libro indispensable: Chavs o la demonización de la clase obrera) describió con precisión el itinerario del llamado nuevo laborismo: «Lo que el New Labour sostenía era que ‘ahora somos todos de clase media’, que la identidad de clase ya no importaba. Eso fue un intento de presentarse como el partido del individualismo. Igual que los conservadores que aceptaron la base del laborismo en la posguerra, esos gobiernos del New Labour aceptaron los pilares básicos de lo que se creó en los ’80», explicó en una entrevista con el español Pablo Iglesias para su programa Otra vuelta de Tuerca.
Daniel Blake es un hombre que está solo, individualizado al extremo, un héroe anónimo de la clase obrera: no hay sindicatos ni organización colectiva cuando se recuesta sobre sus cansadas espaldas. Libra su admirable y digna batalla, en tanto «ciudadano» trágicamente aislado.
Mucho se ha escrito sobre el desplazamiento en las formas de comunicación política de la oposición tradicional en nuestro país, camino a las próximas elecciones legislativas. Se destacó el giro hacia un duranbarbismo para todos y todas, el presunto último grito del coaching en el complejo arte de ganar.
Pero el debate sustantivo no reside en las formas de la comunicación, sino en los sujetos interpelados por los renovados discursos: personas agraviadas por un ajuste indiscutible, pero que no se proyectan ni como clase, ni como pueblo; a lo sumo pueden alcanzar el endeble estatus de disgregados «ciudadanos».
En nuestro país, no solo la izquierda problematizó estos desplazamientos discursivos en el historial de las luchas políticas y de ideas. El mismo John William Cooke, analizando el hecho peronista en su clásico Peronismo y Revolución,explicó el carácter despolitizador de este tipo de deslizamientos conceptuales. Llegó a calificar como una mistificación aquello «de igualar como ‘ciudadanos’ a seres humanos que eran, o explotadores o explotados».No son inocentes las distintas clases de conceptos, porque hay conceptos de distintas clases.
Algo dijo la «batalla de PepsiCo» sobre las alternativas entre los que pregonan una respuesta pasiva de ciudadanía individual y los que apuestan a la acción y respuesta colectiva en términos de clase.
La anécdota cuenta que a fines de 2002 le preguntaron a Margaret Thatcher cuál era el mayor logro de su vida y la llamada Dama de Hierro respondió: «Tony Blair y el Nuevo Laborismo. Obligamos a nuestros oponentes a cambiar sus ideas».
La disyuntiva esencial en la vidriosa transición argentina no pasa por las transformaciones en las formas de la comunicación. La cuestión decisiva a dilucidar es si Macri y Cambiemos van a lograr uno de sus objetivos trascendentales: la construcción de una oposición dentro de su propio campo de ideas, bajo la impronta de su narrativa y moldeada por su «estructura de sentimientos». Es decir, a su imagen y semejanza. «