Según lo anunciado por el Ministerio de Economía el 4 de agosto pasado por la madrugada, habría un entendimiento con los tres grupos de acreedores externos con mayor cantidad de bonos (Ad Hoc, Exchange y ACC). A esto se suman los acreedores que ya habían decidido entrar al canje los días previos, con lo cual se estaría –en principio– alcanzando una amplia mayoría de aceptación del canje, superando las barreras establecidas por las cláusulas de acción colectiva para bloquear el accionar de los temidos fondos buitres.
En caso de que algunos acreedores persistieran en la tozudez de mejorar su rendimiento, se enfrentarían a la invalidez de sus reclamos basados en las condiciones de emisión de los títulos. Este recurso legal fue la solución parcial que el sistema financiero mundial le encontró a la falta de un esquema de reglas compartidas sobre cómo reestructurar deudas, y qué institución podría fungir como tribunal imparcial en tales instancias.
En caso de prosperar –como se espera– este acuerdo, el gobierno habría logrado quitarse un problema de encima. Por un lado, al evitar que los acreedores lo lleven a juicio en tribunales extranjeros. Este frente, que se mantuvo abierto hasta 2016, bloqueó el retorno a los mercados de capitales añorado por el kirchnerismo. El gobierno buscaba evitar una nueva batalla prolongada. Por otro lado, la propuesta contiene un alivio en términos de erogaciones, pues se reducen fuertemente los pagos durante el actual mandato presidencial. Si bien se lograría un ahorro total estimado en 34.700 millones de dólares, durante 2029-2035 los pagos serían mayores al perfil de los bonos originales.
Este principio de acuerdo debe ser perfeccionado con la adhesión suscripta antes de fin de mes.
El valor presente de lo sostenible
La discusión sobre el valor en cuestión parece haberse zanjado en un valor presente neto de 54,8 dólares por cada 100 de valor nominal original. Se llegó a este valor tras una enmienda a la cuarta oferta del gobierno, adelantando la madurez de los nuevos bonos, los cupones, el cobro de los intereses impagos y agregando amortizaciones. El valor presente no solo involucra los montos de pago pactados sino también los tiempos en que se hacen efectivos.
El valor de la oferta representa una mejora del 38% respecto de la oferta original del gobierno argentino y una cesión del 11% de parte de los acreedores en relación a su primera contra-oferta. Más allá de las mayores concesiones de una parte, llama poderosamente la atención que el movimiento del gobierno siga siendo acompañado del discurso sobre la sostenibilidad. Cuando se presentó la primera oferta en abril, el ministro de Economía, Martín Guzmán, señaló que se trataba de la mejor alternativa viable con la realidad local. “Hay un límite al que se puede ir y ese límite es la oferta que se presentará», señaló Guzmán entonces. Si aquel era el límite, no se comprende cómo un corrimiento del 38% no lo sobrepasa, afectando al futuro de millones de argentines.
La propuesta de sostenibilidad del gobierno se basa en la consistencia de la evolución de la deuda con una serie de variables macroeconómicas: centralmente, el PBI y los superávit comercial y fiscal. La producción académica de Guzmán defiende esta idea ahora puesta en la práctica: se debe dejar que la economía se expanda para que pueda lidiar con sus deudas, lo contrario asfixia al país, quitando recursos para el crecimiento, lo cual a la larga vulnera incluso los intereses de los acreedores. La codicia les bloquearía por ceguera un interés de mediano o largo plazo. Guzmán, académico y ministro, se muestra dispuesto a velar también por este interés, incluido como parte de la sostenibilidad.
Si bien esta alternativa es superadora de la lógica del ajuste permanente, defendida por los apologetas del libre mercado, no deja de presentar serios problemas.
Por el lado externo, resulta difícil creer que en los tres años de gracia obtenidos en el pre-acuerdo la Argentina modifique su perfil de especialización productiva hacia un mayor contenido tecnológico o de valor agregado. Lo más factible es que se profundice la tendencia primarizadora de las exportaciones en aras de cubrir la necesidad de dólares. Las formidables expectativas que se habían puesto sobre Vaca Muerta antes de la caída libre de los precios del petróleo no auguran otro rumbo. Esto tiene serios efectos económicos debido a la baja creación de valor, empleo y encadenamientos productivos. Y también tiene nocivos efectos socio-ambientales, que no deberían pasarse por alto con liviandad. Pero más aún, este ímpetu exportador se las debe ver con un mundo en crisis más allá del Covid: el comercio internacional no es fuente dinámica de crecimiento desde hace una década.
Por el frente fiscal, parece una conjetura razonable suponer que el arreglo de la deuda pone límites a la posibilidad del Estado de garantizar derechos por la vía del gasto. No solo por las recomendaciones sistemáticas de equilibrio fiscal, que bloquean posibles expansiones del gasto –incluso financiadas por emisión–, sino porque los pagos en moneda extranjera suponen una exacción de valor del sistema económico nacional.
Es decir, la idea de sostenibilidad del arreglo es más bien acotada, basada en escasas medidas macroeconómicas que no consideran nuestras vidas y derechos, pero tampoco el perfil estructural de la economía nacional. La promesa de pago reduce el espacio de la política para alterar esto.
Las cláusulas legales
Para cerrar el pre-acuerdo, aún resta cerrar el otro frente conflictivo: las cláusulas legales de los nuevos bonos.
Las cuatro series de bonos provenientes de los canjes 2005/2010 requerían una mayoría por título del 85%. Las 17 series de bonos emitidas durante el gobierno de Cambiemos redujeron ese umbral a dos tercios de los títulos, de acuerdo con las recomendaciones internacionales vigentes desde 2014. Estos títulos permiten, además, el armado de “lotes” o grupos para alcanzar los umbrales necesarios considerando a la vez dos o más series de bonos.
El problema es que el gobierno argentino amenazó (o consintió que se perciba así) con reasignar a posteriori las series de bonos incluidos en el “lote”, permitiéndose así alcanzar los umbrales necesarios incluyendo o separando aquellos títulos que les resultaran más conflictivos. Así, forzaría a los acreedores a aceptar el canje, o verse en la posibilidad de que el gobierno lanzara un nuevo canje con ínfimas mejoras, y absorbiera los títulos en default de a uno. Esta estrategia, llamada “Pacman”, buscaba debilitar las posiciones más duras.
Sin embargo, lo que hizo el gobierno fue facilitar la ya referida unificación de los acreedores. Estos quieren garantizarse que los nuevos bonos no permitan esta clase de amenazas, al mismo tiempo que no facilite el accionar de los fondos buitres, que con pequeñas tenencias logran bloquear arreglos mayoritarios. Los grandes fondos como BlackRock, Pimco, Templeton, etc. quieren garantizarse el flujo permanente de pagos, eludiendo también interrupciones provocadas por otros agentes financieros. En este sentido es que el canje argentino pone a prueba la capacidad del sistema financiero mundial de elaborar reglas con cierta consistencia. Esto se hace siempre bajo la lógica del acuerdo entre partes, sin apelar a jurisprudencia o tribunales internacionales que ordenen el proceso. Un auténtico laberinto que en las últimas dos décadas no ha evitado sistemáticas crisis de pagos.
Lo que sigue
Tras alcanzar este acuerdo, los términos se extenderían a los bonos bajo legislación nacional, según se expresa en el proyecto enviado al Congreso. No se esperan grandes problemas en ese frente. Los huesos más duros de roer vendrían de la mano del FMI y sus principales accionistas, agrupados en el Club de París. El pago y devolución de los más de 44.000 millones de dólares girados por el acuerdo Stand By de 2018 deberán ser también aplazados para cumplir con la idea de sostenibilidad que presentó el ministro Guzmán y apoyó con tanto afán el directorio del organismo.
La refinanciación es viable entre las opciones del Fondo, lo que se erige como duda son las exigencias que lo acompañarán. En la experiencia internacional, estas sugerencias semiforzosas suelen ir de la mano del control del gasto fiscal y de políticas de apertura externa, dos guías que serían un salvavidas de plomo para la atribulada economía argentina, hoy contenida de caer en una crisis peor justamente por el gasto público y los controles externos. Esto reforzaría los problemas ya planteados a la idea de sostenibilidad de la deuda.
Por supuesto, desde el FMI se buscará capitalizar el rol que le dio el gobierno argentino en la negociación con los acreedores privados. No reconocerá, o no le dará efectos sobre la negociación, haber vulnerado su propio estatuto al prestarle a un país para financiar una corrida cambiaria. Tampoco reconocerá que existen antecedentes de quitas de sus acreencias. El FMI, pues, se situará como el garante que es de las reglas que mantienen las jerarquías en el mundo financiero. No como una cancha neutral o un socio del crecimiento. Esto no invalida que el organismo acepte mantener algún cortafuego de gasto social para evitar un malestar político mayor.
Más allá de las dudas razonables sobre las negociaciones que se vienen, lo cierto es que no puede dejarse de lado que se les está dando cierta prioridad a los acreedores para garantizar sus cobros en el futuro. Pensemos que quienes vivimos aquí, en la Argentina, de nuestro trabajo, no tenemos esa clase de garantías. ¿Quién quisiera estar seguro que va a seguir cobrando hasta 2041? ¿Y qué pasará si la economía no reacciona en el nivel requerido para cumplir con la sostenibilidad propuesta? ¿Deberemos otra vez esperar a un nuevo arreglo para tener presupuesto?
Porque en el fondo se trata de esto, nuestros derechos humanos frente a los derechos de propiedad de los acreedores. Éste es el planteo que se viene desarrollando en el Juicio Popular a la Deuda y al FMI.