El dedo acusador señaló al JP Morgan. Fue ese banco inversor estadounidense, coincidieron todos los analistas del mercado, el que decidió canjear su cartera de activos argentinos por dólares y buscar rumbos más seguros. Esa tarde, el Banco Central vendió U$S 1.472 millones. El paso de los días acentuó la corrida cambiaria, alteró todos los planes del gobierno y sumergió la economía del país en una incertidumbre de la que aún no pudo salir.
Los números pintan lo que fue el último año. Desde aquel 25 de abril de 2018 hasta hoy, el dólar pasó de poco más de 20 pesos a más de 43. Las tasas de interés treparon del 28% al 67% y la inflación creció del orden del 25% interanual al 54% actual. El riesgo país se disparó de 400 puntos a 860, el Central perdió reservas por U$S 28 mil millones, el PBI retrocedió por tres trimestres consecutivos y la pobreza trepó al 32%, consagrando más de dos millones de nuevos pobres.
Sería un grave error pensar que la crisis comenzó con una decisión de portafolio de un banco extranjero. El cataclismo fue madurando durante todo el mandato de Cambiemos. A partir de diciembre de 2015 el gobierno desarmó todos sus mecanismos de control y regulación de la economía. Liberó de manera irrestricta el mercado de cambios, el flujo de capitales y el comercio exterior, además de eximir a los exportadores de la obligación de liquidar sus divisas. Trasladó a pymes y asalariados el costo de recortar los subsidios mediante tarifazos, anulando su poder de impulsar el consumo y dinamizar la actividad. Tras un breve festival de obra pública que le sirvió para ganar las elecciones legislativas de 2017, dejó la inversión en manos de empresas más interesadas en hacer plata con la bicicleta financiera que en crecer trabajando. También garantizó las ganancias a las grandes compañías con la dolarización e indexación de los contratos públicos, dando el empujón a una inercia inflacionaria que estalló en los últimos meses.
Otro capítulo cuestionable fue su financiamiento del déficit público. A la par que aliviaba cargas impositivas de las grandes empresas, el Tesoro emitía deuda en moneda extranjera alegremente, como lo representa el bono a 100 años que vencerá en la segunda década del siglo 22. El Banco Central inundó el mercado de Lebac y generó un considerable déficit cuasifiscal.
En el camino también quedaron las convicciones políticas de Cambiemos y la identidad de sus principales protagonistas. Los dos picos devaluatorios (abril-mayo y agosto-septiembre) les costaron la presidencia del Banco Central a Federico Sturzenegger y Luis Caputo. El multitudinario gabinete creado por Mauricio Macri se redujo y el manejo de la economía, repartido entre muchos ministros bajo la supervisión de Marcos Peña, terminó concentrado en Nicolás Dujovne. Claro que el control offshore lo ejerce el Fondo Monetario Internacional. Desde que su titular, Christine Lagarde, visitó Buenos Aires en marzo del año pasado y prometió que “no vine a prestar plata porque Argentina no lo necesita”, pasaron dos acuerdos stand by, tres revisiones y desembolsos por U$S 39.000 millones, dos tercios del total prometido. A pesar de ese apoyo, los precios de los bonos siguen cayendo como muestra de las dudas que despierta el abultado calendario de vencimientos para el futuro inmediato.
Al mismo tiempo, el mismo gobierno que se decía gradualista enarboló la bandera del déficit cero a ultranza, por más que lo maquilla quitando de la contabilidad los intereses de la deuda (si se los incluye, el rojo del primer trimestre fue de 0,6% del PBI). Con ese fin restableció las retenciones a la exportación, ese impuesto que el propio presidente calificó como “malo, malísimo”, y apeló a los controles de precios que el macrismo siempre despreció, disfrazados como “pacto de caballeros”. Todas esas contradicciones acrecientan las dudas: mientras a comienzos de 2018 el Presidente apostaba a “crecer 20 años seguidos”, hoy por hoy las encuestas ponen en duda que su proyecto político sobreviva a las elecciones de octubre.