River no cabe en ninguna persona pero en Marcelo Gallardo calzó casi a medida. Desde lo deportivo, su despedida ayer en Mendoza tras el 4-0 ante el Betis de España fue el adiós a un director técnico que en los últimos años mejoró un fútbol argentino que también sentirá orfandad por la salida de un protagonista por encima de la media, un entrenador que inspiró y potenció a sus colegas.
Pero como el fútbol es mucho más trascendente que resultados, juegos, tácticas y colores de camisetas –se trata, en esencia, de igualdad y de conexión social, de encastres familiares, de cordones umbilicales entre padres, madres, hijos e hijas, de relaciones entre amigos, de catarsis colectivas para alivianar angustias internas, de vehículos para amores y traiciones–, el último capítulo del Muñeco se pareció mucho al adiós a un compañero de ruta, a una figura intergeneracional, a un apellido atemporal que –no sólo en estas horas del dolor dulce de la despedida, sino durante los próximos años y décadas– seguirá actuando como un puente entre pibes, adolescentes, adultos y ancianos. Gallardo, hasta ahora en el banco de suplentes, será una estela en la historia de River. También en su cielo.
River y la gloria
Fue notable cómo, en las horas siguientes a su anuncio de despedida -o en estas horas en las que el club anunciará a su sucesor-, muchos padres, tíos y abuelos de River intentaron explicarles a sus hijos, sobrinos y nietos algo natural para el fútbol –la salida de un entrenador– pero extraordinario en este caso, la salida de Gallardo-. Cayó un récord que se mantenía desde el paleolítico deportivo: desde la década de 1950, ningún entrenador de Primera División se mantuvo el tiempo que el Muñeco permaneció ininterrumpidamente en River –ocho años, cuatro meses y dos semanas–, ni siquiera Carlos Griguol en Ferro en los ’80. En la historia del profesionalismo (aunque en el amateurismo previo no había entrenadores sino allegados, así que habría que decir en la historia del fútbol argentino), la vigencia de Gallardo solo quedó por detrás de los ciclos de Victorio Spinetto en Vélez (14 años, de 1942 a 1955), de José María Minella en River (13, de 1947 a 1959) y de Guillermo Stábile en Racing (nueve, de 1945 a 1953).
Resulta natural, entonces, que para las gallinitas nacidas desde 2014 –y también en los años previos, o sea chicos y chicas de 4, 6, 8, 10, 12 e incluso 14 o 16 años–, Gallardo se trate de una figura indivisible de River, cosida a su piel, subcutánea, mucho menos un director técnico que un superhéroe con sus trucos, triunfos y derrotas repartidas a lo largo de una serie –hasta ahora– sin final. Como en un juego en línea, o como un entrenador on demand, el Muñeco podía sufrir una herida o una eliminación pero volvía a aparecer, seguía con vida, partido a partido, torneo a torneo, año a año.
Tras el intento de explicación de padres y madres que no, que los técnicos no son para siempre, que en 2023 habrá otro entrenador y que ya no se cantará el «Muñeeeeco» antes y después de cada partido –incluso durante–, muchas reacciones de esos pibes al anuncio de su alejamiento fue la de no entender, puro asombro, más desde el desconcierto que desde la aceptación de lo irreversible o desde el dolor: ¿Cómo que Gallardo ya no estará en River? ¿Eso era posible? ¿River y Gallardo podían estar separados? A una edad en la que el fútbol ya implica un aprendizaje –que las victorias, los empates y las derrotas forman parte del paisaje cotidiano de la vida-, la salida del Muñeco también puede ser interpretada –para esos niños y niñas- como uno de los primeros pasaportes hacia la adultez, el adiós al Papá Noel gallina.
A veces como equipo de fútbol y otras como asociación civil —desde los miles de chicos que practican deporte dentro del club hasta el cobijo a personas en situación de calle el día más frío del año—, River es una línea de tiempo que cubre la sociedad argentina: ya estaba antes de nuestros abuelos y continuará después de nuestros nietos, incluso como posibilidad de alegría entre los terremotos económicos del país. Los ídolos, los jugadores random, el río sagrado del 9 de diciembre, los 1-0 con sabor a pan duro, los empates enmohecidos en los baúles de la intrascendencia y los fracasos que segregan pus son simples afluentes que convergen en el río principal: el escudo, los colores, los hinchas.
Aún asumiendo que los fanáticos aman a sus referentes y que necesitan a los mejores jugadores y entrenadores, también Gallardo entra en esa lógica: primero River, segundo River y tercero River. Después, los nombres. Alejado el rey, viva el rey (Martín Demichelis o quien sea el sucesor, aunque nunca llegue a calzarse la corona de Gallardo). Pero aún así, lo sobresaliente es cómo el Muñeco ya se convirtió en un puente generacional entre estos chicos que lo crerían inseparable de River y los hinchas más duchos que, aún conmovidos, aún con las lágrimas de los cincuentones que tienen el coraje de llorar por su equipo –ese todo, esa nada-, en el fondo siempre supieron que se trató de un ciclo excepcional, sólo a medida de la otra estatua, Ángel Amadeo Labruna.
Para unos y otros, para los más cándidos y los más curtidos, Gallardo será el técnico de sus vidas. O, escrito este texto por un hincha de River, el técnico de nuestras vidas.
Seguiré, entonces, en primera persona: recuerdo cómo en el entretiempo de su primer partido como local, ante Central en 2014, después de 45 minutos de altísimo nivel, y mientras el estadio ovacionaba por primera vez a Gallardo al grito de Muñeee Muñeee, les dije a mis amigos en la Centenario Alta: «Que renuncie el Muñeco ya, así se va por la puerta grande. Mejor que esto no vamos a jugar», opiné en serio y en broma, asumiendo que el fútbol te puede tratar como a un idiota, y que éste sería uno de esos casos.
Pero a ese 2-0 ante Central le siguieron otros partidazos y fue como un flash, un pellizco, que no esperábamos. Creíamos que ganar y jugar más o menos bien (tres buenas jugadas, cierta autoridad, no pasar sobresaltos, eso que se llama «inteligencia», salir campeón) era lo máximo que se podía pedir, cuando de repente nos encontramos con un equipo que convertía un gol y quería otro, y en eso estábamos, enamorándonos del fútbol y no haciendo matrimonios forzados con los resultados, cuando a los pocos días le ganamos 4-1 a Independiente y Maxi, otro amigo, le dijo a Manu, a su hijo de 16 años, como si por fin cumpliera con el regalo tantas veces prometido: «¿Viste? Este es el River del que siempre te hablé». «
La versión original de este artículo se publicó el 16 de octubre