¿Qué hace toda esta gente acá en la cancha si no hay partido? Viene a ver un acto de justicia. Hay un escenario en medio del campo de juego, es el sol de la tarde y los últimos rayos se cuelan en el estadio entre el hueco que se forma entre las plateas altas y su techo. La postal tiene su vitalidad poética. Lo que se escucha no son cantos de tribuna, son los cantos de la calle, de las marchas, Madres de la Plaza, el pueblo las abraza. Al escenario sube Taty Almeida. “Es la primera vez que piso esta cancha como Alejandro lo hizo tantas veces”, dice. Todo está presidido por un obelisco, ahí arriba el mástil, la contraseña de la cancha de Racing, el Cilindro de Avellaneda.
Alejandro Almeida, el hijo de Taty, es uno de los 46 hinchas de Racing que ahora tienen carnet por siempre. Su historia está contada en el libro de Julián Scher, Los desaparecidos de Racing, una obra imprescindible que inició el camino para lo que terminó en esa tarde en Avellaneda con la restitución de la condición de socias y socios a 46 detenidos desaparecidos. Si Julián puso la semilla con su libro, otros la hicieron germinar: Jorge Watts, que murió por Covid 19, Osvaldo Santoro, Miguel Laborde, Carlos Ulanovsky y Carlos Krug presentaron la propuesta al club y el departamento de socios la llevó hasta la comisión directiva.
Ahora sube Carmen “Tota” Guede y otra vez Madres de la Plaza, el pueblo las abraza. Tota recibe el carnet de su esposo Dante, secuestrado junto a su hijo Héctor en 1976. «Todos están presentes, los de Racing, los de Independiente y los de otros clubes. Creo que estamos todos con los treinta mil», dice Tota. Es verdad, no sólo hay de Racing. En la platea, de frente al escenario, está Claudio Gómez, periodista, hincha de Independiente. “En esta cancha siempre fui visitante -escribirá después-. Ahora miro esas mismas tribunas vacías y todo se reconfigura. No es un Racing-Independiente lo que me convoca ni el recuerdo de algún partido memorable. Hoy en este estadio les van a entregar los carnets a 46 socios desaparecidos durante la última dictadura”.
Hasta un día antes de ese día, eran 45. Pero miembros del archivo histórico de Racing informaron a último momento que Jorge Luis De Iriarte, calderista en el Hospital Ramón Carrillo de Ciudadela, delegado de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) por la Juventud Trabajadora Peronista, también era de Racing. Se hizo hincha por Aurora, su madre. Y fueron 46 los socios eternos, entre los que también están el sacerdote Carlos Mugica, su gran compañera en la Villa 31, Lucía Cullen, el poeta Roberto Santoro y Jorge Sznaider, desaparecido a los 19 años en mayo de 1979.
Leo en Twitter al sobrino de Sznaider, Alejandro Rasco: “Siempre pienso en todas las charlas de fútbol que no se pudieron dar”. Ahí aparece nítido lo que significa el fútbol, el ser hincha, en todo esto. Ser hincha de Racing -ser hincha de cualquier equipo- era parte de la identidad de todos ellos. La dictadura secuestró, torturó, desapareció a militantes -y a otros que no lo eran- que tenían amores, amistades, pasiones, sueños grandes y chicos. Se llevaron también a alguien que iba a la cancha, que discutía, que sufría y que gritaba, que charlaba en algún lugar sobre fútbol, esas conversaciones que sostienen tantos vínculos. Ese hincha, esa hincha, es una parte de lo ausente.
Devolver su condición de asociado a un club es devolverlo a su lugar en una comunidad. Las historias de cómo se hicieron de Racing, las que cuenta Julián en su libro, las que se relatan mientras los familiares suben al escenario esta tarde, son parecidas a las nuestras: un padre, una madre, una amiga, el hermano, alguna casualidad. Racing era una parte de la identidad de esos desaparecidos.
La reparación histórica es posible porque los clubes argentinos también mantienen una condición, son asociaciones civiles sin fines de lucro. Lo que hizo Racing lo habían hecho otros, como Banfield, Ferro, Huracán. Esa pelea colectiva -transversal entre los socios y las socias de distintos colores- para que no avance el modelo empresarial es lo que todavía permite construir a esos clubes en mucho más que un equipo de fútbol.
“Aquí fueron felices y vivirán por siempre”, dice una bandera con todos sus nombres. Taty comienza a salir de la cancha en la que tanto gritó Alejandro, pero la frenan, la abrazan, le piden fotos. Martín Sharples es uno de ellos, le entrega enmarcada la solicitud de socio de Alejandro al Club Atlético Porteño. El hijo de Taty jugó al rugby ahí. Martín también. Taty se lleva el cuadro. Es otro pedazo de la historia de Alejandro, otro trazo de la memoria.