En un jardincito en la puerta de casa en San Francisco hay un cartel clavado: «Hillary for America». YouTube, antes de llegar al «omitir anuncio», pone el grito de Donald Trump: «Make America Great Again». Toda palabra es metáfora y toda metáfora es política: 80 mil personas, sentadas en el Levis Stadium, un estadio de fútbol americano devenido en casa de soccer, aplauden, en Estados Unidos y contra Colombia, el comienzo del último apetito imperialista en las palabras que quedaba. La Copa América, reducto final de la identidad sudamericana, ahora es de los que usan el nombre del continente como si fuera su sombrero.
Marcelo Bielsa, en la Copa de 2004, dijo que lo que más le emocionaba del torneo era la manera en que los peruanos de Chiclayo y de Piura se acercaban a saludar a Carlos Tevez. Nahuel Guzmán, arquero suplente de la Selección y de Tigres, piensa en eso y aclara: «Es raro que se juegue acá, pero fijate que son los mexicanos que viven en Estados Unidos los que más pelota le dan al fútbol.»
A los mexicanos, Trump les dice salvajes. A los votantes de Trump, los votantes de Hillary les dicen ignorantes. Pero la guerra de pobres contra pobres a este fútbol le importa un carajo: el New York City (fútbol) y el Manchester City son del mismo dueño, el Liverpool y los Red Sox de Boston (béisbol) son de la misma empresa, al Manchester United lo adquirió el magnate de Tampa Bay (fútbol americano), y la reventa para la final sale 26 mil dólares. Los trabajadores sin papeles no andan en las filas para entrar a la cancha.
Messi es siempre Messi, pero, en la puerta del Hayes Mansion, un palacio de piedra gigante que supo ser de madera pero se prendió fuego generando miles de leyendas, un gordito de cachetes rojos y lentes negros pregunta: «¿Cuál es Messi?» Ginobili suena más familiar que él. A Agüero lo conocen todos: la televisación de la Premier League la compró ESPN, que es de Disney, y los sábados a la mañana son moda los brunchs para gritar los goles del Kun.
Argentina se hospeda en San José, el estadio está en Santa Clara, los colombianos, chilenos y argentinos pasean por San Francisco, pero la tarde parece como si jugara Boca. «Es que acá uno alienta por el equipo de la zona», explica un taxista, que está pendiente de la final de la NBA, en la que Golden State, que queda en Oakland, una ciudad que pertenece a la Bay Area -a una hora del hotel celeste y blanco-, vestido de azul y oro, busca ser bicampeón y ganarle al Cleveland de LeBron James.
«El corazón del fútbol», era el slogan de la Copa América 2015 de Chile y el mapa sudamericano era el logo. Aunque Estados Unidos busque seducir -y, si no, comprar- al fútbol, por estos días calurosos de la costa oeste, el público anda enamorado con la NBA. Todos caminan con un 30 en la espalda, que es el número que usa Stephen Curry, figura de Golden State. El base al que comparan con Michel Jordan, sin embargo, abre su celular y le pide a su manager que, pase lo que pase, organice un desayuno con su ídolo y un dirigente de Argentina atiende el teléfono: Curry quiere conocer a Messi. Será con traductor: el 10 no sabe hablar inglés.