La melena acompañaba cada sacudida de ese cuerpazo furioso que, como una topadora, pasaba por encima a dos, a tres, a cuatro fornidos holandeses para enfrentar al aterrado arquero Jan Jongbloed. Punta de pie, la pelota que ingresa en el arco como pidiendo permiso, un gol con su sello que ponía en ventaja a la Argentina frente a la poderosa Naranja Mecánica. El de Julián Álvarez, ante Croacia, muy parecido, pareció homenajearlo 44 años después. Le decían Matador, patético apodo para el crack de la Selección de un país en el que reinaba el horror de la dictadura más salvaje. Mario Alberto Kempes, la estrella de la Selección de Todos, la del César Luis Menotti, que vencería a la historia y acumularía todos los méritos y los triunfos para ser el campeón de 1978.
Ocho años después. El Negro Enrique le dio el pase para encarar la carrera de todos los tiempos, convertirse en barrilete cósmico, paralizar el tiempo, zambullirse en el infinito, pergeñar, solito y solo la más maravillosa creación futbolística en un mundial. Eludió a mil ingleses, dibujó un cacho de redención para los pibes de Malvinas y casi cayéndose la punteó para completar una faena de cuento que había inaugurado un rato antes con su puño derecho. El de la mano y el de dios. Era Diego Armando Maradona que elevaba al cielo a todo un país. Ese que en 1986 todavía se acomodaba a la democracia, que no había curado la lacerante herida de la dictadura ni la de la guerra, que vivía en la efervescencia política y social, que creía visceralmente en un futuro más igualitario, que gozaba hasta el éxtasis con la Selección de Carlos Bilardo que generaba, tal vez sin proponérselo concretamente, una felicidad masiva que explotaba en cada esquina, en cada una de las miles de contradicciones de la época.
Treinta y seis años después. Aquellas lágrimas en pleno Maracaná, nada menos, representaban cada uno de los fantasmas que había liberado tras mil y una frustraciones con esa camiseta a bastones celestes y blancos, que no cabía en la comprensión de las mil y una genialidades que salían de su lámpara maravillosa. Ahí cundió la esperanza. Ahí nació un futuro posible y alimentó la esperanza. Ese pibe salido de Rosario para dejar de ser tan menudo, que siempre fue gigante con su destreza, que había cruzado casi todos los puentes posibles, veía (todos lo veíamos) un único logro que le faltaba. Tal vez por todo ello, el grado de frustración de la impensada derrota ante los entusiastas árabes. Tal vez por todo ello, la amargura ante el juego gris (el propio y el de todo el equipo de Lionel Scaloni) en ese primer tiempo frente a México que auguraba turbios nubarrones. Tal vez por todo ello, será por siempre inolvidable, emblemático, aliviador, ese golazo que sacó de la nada, ante los incrédulos defensores aztecas, que festejó tan especialmente, que hizo explotar a un país. En su abultado arcón, Lionel Messi acumula muchos goles más lindos. Pero ese, el segundo en Qatar, tiene el valor de haber empezado a construir el templo en el desierto.
Tres goles. Tres estrellas argentinas que brillaron, estridentes, en las Copas del Mundo. Tres jugadores con estilos distintos, pero aliados en la complicidad por el fútbol, el gol, la alegría. Que al fin y al cabo, es lo que cuenta en este sublime juego de la pelota. Y representa la cadena fantástica que entrelaza a sus tres equipos.
Tres equipos bien distintos, aunque con la mira en el arco adversario como distintivo común, que se estructuraron en la presencia de sus arqueros (los extraordinarios reflejos de Fillol, las atajadas de Pumpido, la personalidad avasallante de Dibu Martínez), la solidez de sus defensas apuntaladas con duplas de zagueros-caudillos (Galván-Passarella, Brown-Ruggeri, Romero-Otamendi); zona de volantes que combinan por necesidad la creatividad con la entrega para alimentar las posibilidades de sus líderes (en el 78 con un acento más colectivo) y el punch indispensable en la valla ajena (Kempes, Valdano, Álvarez).
Aquel del Flaco que naturalizó el concepto del fútbol como un espectáculo artístico solidario, colectivo, necesariamente bello. Aquél del Narigón, inteligentemente estructurado alrededor del mago en estado divino y de sus fieles apóstoles. Este de Scaloni, sorprendente, inesperado como su técnico al que casi ni los apodos se le conocen. Que se fue haciendo al andar, que parece haber mamado los secretos de los otros grandes triunfadores. Amante de la pelota, el toque y el buen pie, como el Flaco. Entendedor de que el gran protagonista es uno solo y que el planeta entero debe girar en torno a él. Otra vez el fútbol sobrepasa la realidad y revuelve a la Argentina. Ese equipo que llega en otro momento bisagra del país tironeado que se debate entre la esperanza y el odio, entre la ansiada equidad y la brutal avaricia del poder real, entre el futuro que no llega y el pasado que vuelve a amenazar.
Ese país al que le parte el alma un grupo de jugadores que entendieron como pocos que el «equipo es el otro». Aunque, claro, en la política como en el fútbol, existan los imprescindibles. «