Le dijeron – lo seguirán haciendo – el partido del año, el encuentro del siglo, el principal duelo del fútbol argentino, el clásico de los clásicos y ahora definitivamente superado por el súper clásico de la súper liga. River-Boca, el de este martes (o, da lo mismo, el del 22 de octubre) fue evolucionando (bah, es una manera de decir) como inequívoco símbolo de la batalla cultural.
De los tiempos del amateurismo al profesionalismo: del Monumental sin una tribuna hasta el nuevo Monumental gracias a la venta de Sívori; de la Bombonera de siempre a la Bombonera palcos design; del buen fútbol al fútbol espectáculo y de este al pobrerío futbolístico de la actualidad; de Armando y Liberti a Angelici y D’Onofrio, sin olvidar a Macri; de la pasión a las barras bravas, con integrantes presos e interdictos ; del ‘Hijos Nuestros’ al ¡ Hijo de puta ¡; de las camisetas apretadas a las camisetas de telas inteligentes y con sponsors transnacionales; del gorro, bandera y vincha al merchandising; de la radio con Bernardino Veiga al pack fútbol; del fútbol jugado con dientes apretados al fútbol con conferencia de prensa incorporada.
Dicen que bosteros y gallinas, xeneizes y millonarios son la misma cara de la moneda porque ambos tienen un origen territorial común. Pero las reglas del ceremonial deportivo cambiaron y pasan más por las exigencias de la televisión y de los auspiciantes que del corazón y los pases cortos. Hoy si nos guiamos por los conceptos de “La 12” o de “Los borrachos del tablón” lo único que importa es aquello que legitima la gastada posterior, los afiches, los memes, los chistecitos de Internet: A Ríver le dicen gallinas estériles porque no saben lo que es poner huevos. A Boca le dicen bragueta porque de vez en cuando pellizca la punta. Así se divierten y se chicanean los que quieren ser más protagonistas que los verdaderos protagonistas. Hay que gritar, hay que gritar; hay que poner huevos para ganar; cada día te quiero más; es una barra descontrolada; somos campeones otra vez; Ríver, mi buen amigo; Sí, sí señores yo soy de Boca.
De arriba hacia abajo (en esto sí que funcionó la teoría del derrame) y de abajo para todos los costados este encuentro lleno de desencuentros es también una elocuencia más de la grieta y, esencialmente, el superclásico del odio. La performance predilecta consiste en pasar frente a una cámara, agarrarse la camiseta, besar el escudo y echar leña al fuego con frases como No existís Boquita, no existís; Gallina podrida son hijos nuestros, te ganamos con la camiseta; Bostero, te pasamos por arriba en Nuñez, en la Boca y en Madrid; Ríver puto hoy se comen cuatro; Te meamos el monumental; Los esperamos en Barrancas de Belgrano. Alguien podrá argumentar que esto es cotillón intrascendente: yo lo llamo enemistad manifiesta, desprecio, xenofobia. Nada lo explica mejor que el ataque al micro de Boca antes de blindar los vidrios o ese trapo azul y oro que dice Nunca hicimos amistades.
El superclásico reunió a 70 mil almas, ricos y pobres (aun que con la crisis nunca se sabe), negros y rubios, hombres y mujeres. Llegaron a la cancha a pie, en bondi o en 4 por 4; muchos hicieron inmensos sacrificios para poder comprar la entrada (se habla de una recaudación cercana a los 120 millones de pesos). Los que deberían ir como visitantes pero no pueden lo vieron por televisión o lo escucharon por radio, hay una franja de indiferentes y otros (como es mi caso) que no somos ni de uno ni del otro, sino todo lo contrario, lo palpitamos sabiendo de antemano que el resultado no moviliza el amperímetro de nuestros sentimientos futboleros. Igual, podremos desear que sea el superclásico de la diversión y que, como me enseñó decir un tío, que gane el más mejor.