Joaquín fue víctima dos veces. Primero de un grupo de abusadores, de lo que algunos llegaron a decir que podía ser la red de trata más grande del país. Y después de quienes lo señalaron como entregador de otros chicos, futbolistas juveniles que vivían en la pensión de Independiente en Villa Domínico, algo que rápidamente quedó comprobado como falso. Joaquín quedó sobreseído en la causa, pero todavía arrastra las marcas del horror, de esa doble victimización. Se entrena, va de Buenos Aires a Cipolletti, donde vive su familia, habla con los psicólogos, con la gente del club, con sus amigos, y trata de seguir el camino que él quería, llegar a Primera. Aunque desde el 21 de marzo, cuando la noticia se esparció por los medios, todo esté como suspendido.
Ese día se quebró algo del código de silencio que gobierna el fútbol argentino. Fue cuando se supo que un jugador de las juveniles le había contado al psicólogo del club, Ariel Ruiz, que otros salían de la pensión para prostituirse, para tener sexo a cambio de dinero, de ropa, de viajes a las ciudades en las que vivían sus familias, y hasta de cargas en la SUBE. Si un chico tuvo la valentía de hablar, Ruiz tuvo la sensibilidad de escucharlo y de entender que no se trataba de guardar un secreto profesional. Había que contarlo. Lo hizo ante Fernando Berón, coordinador de las juveniles de Independiente. Berón, entonces, tomó el camino que lo destapó todo. Fue la gran decisión. Se presentó a la Justicia. Hoy hay cinco detenidos que van camino al juicio oral.
Por fuera de eso, quedan los pibes, las víctimas. Joaquín intenta retomar su vida, lo que alguna vez dijo en revista Anfibia: «Sólo espero volver a jugar al fútbol y que pase todo esto». Pero todo esto todavía no pasó, todavía es un eco. Joaquín se llevó la peor parte y tiene que lidiar con que alguien repita que entre los jugadores había un entregador, cuando él era otra víctima. Tampoco fue fácil lo que sobrevino para el resto de los chicos, que siguieron procesos terapéuticos para continuar con sus vidas y, sobre todo, para continuar en el fútbol.
–Los chicos están bien, haciendo vida normal –cuenta Fernando Langenauer, encargado de la pensión–. Siempre la hicieron, lo que pasó fue que todo se convulsionó; hubo un proceso en que se llevó a pibes a diversos organismos, a terapia, a hospitales, a la fiscalía, a Cámara Gesell, y todo ese acompañamiento. Les mandamos un mensaje cada 48 horas a las familias de todos los chicos. A mí me tocó contarle a cada una de las familias que el chico fue abusado. No se lo deseo a nadie en el mundo».
Puede resultar paradójico, pero el silencio de este tiempo permite hablar. Quita el ruido del medio, el que mediatizó la causa con acusaciones de impacto en televisión o con la difusión de nombres de otras víctimas, hoy mayores de edad. Los últimos, en cambio, fueron días en los que la causa por abusos en el fútbol no ocupó espacios en la televisión, los diarios, las radios o las redes sociales, lo que permitió reencauzar la vida de las víctimas, que siguen todas en el club. Y eso también puede resultar extraño. Después de lo que ocurrió, ¿los padres no decidieron que sus hijos se volvieran a sus ciudades, a sus casas? Tal vez ahí hubiera habido un fracaso: que haber hablado hubiera significado el final de una eventual carrera en el fútbol para los pibes. Todo esto puede ser una enseñanza para muchos otros pibes: es mejor hablar.
–Cada vez que venía una familia del interior, iba a la fiscalía para que le hablaran, para tranquilizar –cuenta Langenauer–. Porque las familias tenían miedo: «¿A mi hijo por lo que hizo le va a pasar algo?». «No, no, su hijo no hizo nada: su hijo es una víctima, señora, no hizo nada malo». Me acostumbré a vivir 20 horas en la fiscalía. Había que educar a las familias. Había que hacer hincapié en eso.
Porque se podía pensar en muchísimas problemáticas alrededor de la vida en una pensión de un club de fútbol. Se podía pensar en el desarraigo, en las drogas, en los asuntos de la sexualidad, los robos que a veces suceden, las relaciones entre los chicos, la educación, pero el abuso no estaba ahí, la posibilidad de que los juveniles ingresaran en un círculo de prostitución no entraba en el radar de ninguna pensión, no sólo en la de Independiente. Hasta ahora, que es una preocupación extendida.
La otra preocupación es cuidar a las víctimas de la reacción de los eventuales rivales en una cancha. Por eso, además, fue tan vital proteger la identidad de los chicos abusados. Aun cuando en Independiente hubo que trabajar en profundidad ese aspecto.
–Nosotros les hablamos a los pibes: «Muchachos, sepan que desde lo mal llamado folklore del fútbol, si vos sos número nueve, el dos rival te va a decir barbaridades, buscando que te des vuelta, le pegues una piña y te expulsen». Hay que saber controlarse. Estamos trabajando con eso desde hace mucho. Y hay gente que dice barbaridades en otros clubes. Pasó y pasa. Nosotros nos mantenemos al margen. Y los chicos están advertidos –dice Langenauer, el encargado de la pensión.
Ese trabajo es el que sigue, en silencio. Fuera del circo. Es el trabajo que permite que Joaquín no pierda las ganas de jugar al fútbol.