Con una bandera de Serbia colgada de los hombros, un aficionado guarda un silencio solemne mientras suena el himno nacional en televisión: ¿hay algo más normal en un bar de Belgrado en pleno Mundial de fútbol? Sin embargo, la escena tiene lugar en Moscú. Excluida de las grandes competiciones deportivas debido a su ofensiva militar contra Ucrania, Rusia, país anfitrión del Mundial de 2018, otorga su apoyo en la cita de Qatar a la selección serbia.
Pobladas en su mayoría por eslavos de confesión cristiana ortodoxa, Rusia y Serbia mantienen en efecto relaciones estrechas, forjadas a través de siglos de historia y que no se han dañado pese a la intervención rusa en Ucrania. En ese sentido, apoyar a Serbia durante el torneo en Qatar parece natural para Kirill Gnevuchev, director de una empresa de materiales de refrigeración, que se hallaba el pasado jueves por la noche en un bar de Moscú repleto para el primer partido de las Águilas Blancas contra Brasil (derrota 2-0). «Siempre les hemos apoyado y seguiremos haciéndolo: creo que los serbios son un pueblo hermano», proclama con una mano sujetando una botella de vino blanco.
Aquí, el conflicto en Ucrania y su cortejo de horrores parece bien lejano: varias jóvenes se han pintado la bandera serbia en sus mejillas, otros clientes discuten sobre tácticas entre trago y trago de cerveza, mientras que dos empleadas de una casa de apuestas deportivas pasan de mesa en mesa para tomar nota de las predicciones. «He apostado por Brasil, pero yo apoyo a Serbia», sonreía Roman Marchak, un jugador de poker profesional de 34 años. «Si Brasil gana, yo gano el dinero. Y si es Serbia la que gana estaré contento».
En un sondeo realizado a mediados de noviembre por ‘Championnat’, un portal de información deportiva ruso, Serbia llegó en cabeza de las naciones participantes en cuanto a apoyo popular. «¡Buena suerte! ¡Nosotros creemos en vuestro éxito, hermanos!», lanzó la selección rusa al inicio del torneo.
Incluso la agencia gubernamental rusa, encargada de los intercambios culturales y de la ayuda humanitaria, Rossotrudnitchestvo, hizo un llamado a apoyar a Serbia: «Mismos colores, misma fe. Adelante los nuestros! ¡Adelante los serbios!»
A pesar de ese compromiso mostrado a favor de Serbia, la ausencia de Rusia recuerda a sus habitantes lo mucho que su país está aislado hoy en día, apenas cuatro años después del Mundial-2018, que simbolizaba entonces la apertura de Moscú al mundo. Roman Marchak, el jugador de poker, lamenta así no poder viajar con la misma facilidad al extranjero, y se pregunta sobre el futuro del campeonato de fútbol ruso, que ha visto cómo sus estrellas extranjeras abandonaban masivamente el país. «Tal vez eso beneficiará a los jóvenes talentos rusos. Pero nadie en Europa querrá ficharlos en ese contexto», afirma.
Uno de los pocos equipos extranjeros en realizar el desplazamiento, el Estrella Roja de Belgrado acudió a San Petersburgo el 22 de noviembre para enfrentarse al Zenit en un partido amistoso (victoria 3-1 del equipo local). En esa ocasión los aficionados rusos desplegaron en las calles de la segunda ciudad de Rusia una bandera de Serbia y otra de Rusia de varios centenares de metros.
Pero en un país con pasión por el fútbol no ver a Rusia en el Mundial causa dolor. «El deporte no debería sufrir las consecuencias de la política», estima Gleb, un estudiante de ciencias humanas de 18 años.
Roman Marchak compara la situación actual de la selección rusa con la de la Yugoslavia excluida de la Eurocopa en 1992 y del Mundial en 1994, en un contexto de guerra, antes de ser reintegrada. «Nosotros también regresaremos», afirmó. «Pero mientras perdure la situación política nada cambiará. Hoy en día el deporte y la política no pueden estar separados».