En la madrugada, Roberto Baggio se despierta agitado, transpirado, ido. Andreina Fabbi, su esposa, ya conoce lo que le pasa, su pesadilla: “¿De nuevo el penal?”. Estamos en 2000, ya pasaron seis años de la final que Italia perdió por penales ante Brasil en el Mundial de Estados Unidos 94. Baggio, Balón de Oro en 1993, ahora sin equipo, se autoflagela: “¿Cómo mierda no lo hice? Nunca lancé uno tan alto en mi vida. Nunca”. Y Andreina le devuelve acaso la idea más potente por la que gira Roberto Baggio. El Divino, película que acaba de estrenar Netflix. “¿Sabés qué creo, Roby? Que todos te quieren tanto porque perdiste esa final -le dice-. Porque demostraste que eres humano, cometés errores y sufrís. Como todos los demás”.
La biopic de Roberto Baggio -bien interpretado por el actor Andrea Arcangeli- difícilmente pase a la historia como una de las mejores con un deportista como protagonista. Pero vale como testimonio del detrás de escena, entrega señales de la convivencia con el dolor. En 1985, desde una cama de hospital, Baggio le dice a su madre que, si lo quiere, lo mate: había sufrido la primera rotura de meniscos y de ligamentos cruzados en la rodilla derecha (220 puntos de sutura). Tenía 18 años, jugaba con el Vicenza en la Serie C y hacía dos semanas lo había comprado la Fiorentina. Baggio encuentra cómo domar la energía interior en el budismo, a través de la meditación. Con la caza (criticado por organizaciones de protección al animal, mantiene una finca en La Pampa, en la que se refugió diez después después de la final en Estados Unidos 94) y con el contacto con la naturaleza. En la película se expone también la relación con los entrenadores. Arrigo Sacchi, el malo, encarna a los que encajonan con el tacticismo y los sistemas defensivos. Carlo Mazzone, el bueno, pesca que necesita cariño y, simple, le dice antes de entrar a la cancha: “Roberto, hazme feliz”.
Baggio es además uno de los últimos exponentes de una posición en el fútbol. Si en Argentina hablamos de enganche, en Italia a los 10 los llaman trequartista. Un escalón por encima de Francesco Totti y Alessandro Del Piero, campeones del mundo en Alemania 2006, está Baggio. En aquel año, el escritor italiano Alessandro Baricco publicó Los bárbaros, una recopilación de ensayos sobre los cambios sociales. “La imagen sintética más fuerte es la de Roberto Baggio en el banco -escribe Baricco después de verlo entre los suplentes en Francia 98, su última Copa del Mundo-. Cuando un deporte se transforma hasta el punto en que se vuelve sensato no hacer saltar al campo a su punto más álgido (el talento, el artista, la excepcionalidad, lo irracional), entonces algo ha ocurrido. En la tristeza de los números 10 sentados en el banco, el fútbol refiere a una mutación aparentemente suicida”.
En Estados Unidos 94, Italia clasificó a la fase final como uno de los terceros en los grupos. Baggio, distanciado con Sacchi, no aparecía en su esplendor. Con las trenzas de colores en la cola de caballo, explotó en los octavos de final, con dos goles agónicos a Nigeria después de empezar abajo; con el gol del triunfo en el 2-1 a España en cuartos; y con otro doblete en el 2-1 a Bulgaria en la semi. Pero en la final le tocó el último penal de la serie ante Brasil después del empate sin goles en el Rose Bowl de Los Ángeles: lo tiró por encima del travesaño. “Cuando Baggio fue a ejecutar el penal, estaba seguro de la victoria -dijo años más tarde Taffarel, arquero brasileño que detuvo un penal, evangelista-. Quien confía en Dios nunca perderá frente a quienes creen en Buda”. Baggio le respondió con clase: “Tiene su fe. Tengo la mía. Y cada uno debe ser respetado por sus creencias”.
Baggio se retiró en el Brescia en 2004. Había jugado en Juventus, Inter, Milan. Pero no es un futbolista de equipo: es del calcio, de todos. Desde entonces, trata de vivir fuera del primer plano, escondido: solo concedió cuatro entrevistas en los últimos 17 años. La última, este mes, en mayo, al diario La Repubblica. “Todavía no me perdono -dijo por el penal errado-. No hay religión, ni budismo, ni amor a vos de los más cercanos. Nada ayuda. Lo sufrí; ese día lloré toda la noche. Podría haberme suicidado y no hubiera sentido nada. Cada vez que me voy a dormir, pienso en ese penal”. Baggio, una especie de Maradona a la italiana, conecta desde otro lado, desde el afecto. Son futbolistas demasiado humanos para ser personajes. Sus auras no se actúan.
“El animal que llevo dentro no me deja vivir feliz -canta Franco Battiato en L’animale-, se apropia de todo, hasta del café, me convierte en esclavo de mis pasiones, no se rinde, no se distrae”. Escribe el periodista Marco Bucciantini en un artículo reciente en La Gazzetta dello Sport: “Como un verso, su fútbol tenía un ritmo fatal y un tempo secreto: se anticipaba a la música, jugando optimista, quitándole al defensor la seguridad del compás del juego en el que la mente descansa, la reacción. Baggio nos ha dado una vida más intensa: hemos sufrido sus dolores, hemos esperado en sus ausencias porque esto es talento, es confianza, es esperanza, es sed saciada”. Roberto Baggio, uno de los mejores futbolistas italianos de todos los tiempos, no ganó una Copa del Mundo. Fue, por el contrario, la imagen de una derrota. Pero se llevó lo intangible, lo eterno: ser el futbolista más querido. Il Divino.