El primer hincha que ingresó a La Bombonera apenas se abrieron las puertas cerca de las 12 del mediodía del domingo pudo ver una bandera larga apoyada sobre el césped, cerca de la platea, las letras amarillas sobre azul: “En este suelo jugó Juan Román Riquelme”. Afuera, los que llegaban por las calles del barrio, se topaban con remeras, pilusos, pósters, stickers, caretas y hasta murales aún frescos en recuerdo -y homenaje- a Riquelme. Si Boca es uno de los movimientos populares más grandes de la Argentina, desde Ushuaia a La Quiaca -o “de La Boca hasta Japón”, como dice la canción-, era el inicio del Día de la Lealtad riquelmista. Del día para que disfrutara Riquelme, el ídolo más grande de la historia de Boca.
Además de la musicalización del DJ Meme Bouquet en la previa, de los shows de Damas Gratis y de Onda Sabanera -a pura cumbia-, y de la presentación en el entretiempo de Trueno -el pibe del barrio de La Boca-, hubo en La Bombonera cantidad de chicos que se llaman Román por Riquelme. Esa, también, fue su potencia, no sólo la del juego, la de ver lo que los demás no veían. Y hubo banderas de palo amarillas en las tribunas, cientos, en modo Topo Gigio, acaso un mensaje de frente a las elecciones de diciembre. Hasta que se apagaron las luces. Y quedaron las de los celulares, y las azules y las amarillas iluminando a once copas, las que ganó Riquelme en Boca, entre ellas tres Libertadores y una Intercontinental.
En orden cronológico, el sonómetro de aclamaciones en La Bombonera se movió con Ángel Di María: “¡Fideeeo, Fideeeo!”. Aplausos fuertes y cerrados a Lionel Scaloni, con amague de ovación. Tronó “el vení vení, cantá conmigo” a Carlos Bianchi. El oléoléolé Messi, Messi. Y entonces Matías Barzola, el relator cordobés que prologó en exclusiva a Román, se arrodilló en el círculo central y se desgarró la voz con un poema: “Fuiste el potrero sacándole la pelota al negocio. Vos reivindicaste al pibito que le pide al fútbol una oportunidad. Vos te pusiste una vez la de Boca y no te la sacaste nunca”. Tres saltitos con el pie izquierdo en el lugar, y Riquelme entró a la cancha entre papelitos dorados que detonaron como una explosión de brillantina. Bajó un telón del lado de Casa Amarilla: “Nací bostero gracias a mi papá y me voy a morir bostero como todos ustedes”. Le agradecieron todos a Román. Y La Doce entonó, en un cantito que quedará para la posteridad: “¡Messi Messi Messi Messi/ me tenés que perdonar/ en La Boca el más grande/ el más grande es Román!”.
Cuando se prendieron las luces, empezó un partido que, desde el equipo de Boca, fue la confirmación de lo inevitable: el paso del tiempo. Pero, sabemos, los partidos en las despedidas no importan. Son el pretexto para decir gracias, para reconocer la entrega, para vivenciar aunque sea un destello de luz, un hilo de talento. Y, así, el Patrón Bermúdez raspó a Pablo Aimar a los dos minutos, un revival de su debut en Boca. A los cinco, salió Blas Giunta para que resonara en sus oídos el huevohuevohuevo. No había que exigir con piques a Delgado ni a Barijho, pero el Chelo sacó un tiro de tres dedos y el Chipi metió dos goles. Antes, para la selección, Lucho González había empujado una pelota a la red, y el colombiano Óscar Córdoba le había negado dos veces el gol a Javier Saviola.
En el segundo tiempo coincidieron en la cancha Hugo Ibarra y Sebastián Battaglia, los entrenadores de Boca que precedieron a Jorge Almirón. Y Riquelme metió su gol, con la cara interna del botín. Y Rodrigo Palacio y Walter Samuel recibieron cariños y respetos bosteros. Y Messi metió su gol, también, ante la insistencia de La Doce para que se pusiera la azul y amarilla: “¡Teque, teque/ toca, toca/ esta hinchada está re loca/ le pedimo’ a Leo Messi/ que se ponga la de Boca!”. Y el Manteca Martínez volvió a sentir el uruguayouruguayouruguayo. Después, Leandro Paredes salió por una puerta con la camiseta de la selección y entró por otra con la de Boca. A los 23 minutos, un chico saltó al campo de juego y corrió hasta Riquelme, que lo abrazó, lo contuvo, y, sonriendo, le dijo que se fuera para allá, no sin advertirles a los de seguridad, con un gesto de cuidado, que ojo, que lo trataran bien. Entró Agustín Riquelme, el hijo de Román: asistió al Manteca Martínez. La coreografía de partido terminó 5-3 para Boca, porque también Pablo Ledesma (Boca) y Fernando Gago (Argentina) habían metido sus goles.
Entonces, en el centro de la cancha, del patio de su casa, parado sobre una tarima circular, Román escuchó: “¡Olelelé/ olalalá / Riquelme es de Boca/ de Boca no se va!”. Y él, desde ahí, reivindicó a Bianchi, otra jugada para poner las cosas en su lugar cuando se recuerdan los éxitos de los 2000. Y trajo a la memoria a Diego -se puso en cuero y se calzó la 10 de Boca con el apellido Maradona-, para que La Bombonera le enviase un mensaje al infinito y más allá. “Hoy es un día maravilloso para todos los bosteros”, dijo Riquelme, y esto: “Yo sin ustedes no podría vivir”. Del lado del Riachuelo partió para el expresidente el “¡Angelici botón, Angelici botón, sos un hijo de puta, la puta madre que te parió!”. Román sopló las velitas de una torta: había cumplido 45 años el día anterior al homenaje.
En la platea media había una hincha de Boca hecha un ovillo con una bandera con la cara de Riquelme, cubierta, envuelta, como si se protegiera de un mal endémico. A medida que pasaban las horas, que bajaba la temperatura y se hacía de noche, se apretaba más fuerte a la bandera. Es lo que hizo Riquelme con nosotros, es lo que había hecho en La Bombonera: abrazó a los hinchas, abrazó a los compañeros, abrazó a los entrenadores que lo ayudaron a ser lo que fue durante su carrera. En su partido de adiós al jugador, él abrazó al fútbol que ama.