La Argentina se había desacostumbrado a ver a Lionel Messi en estado de impotencia. Todo lo que pasó en estos últimos tres años y medio, desde que se despachó contra la Conmebol en la Copa América de 2019 hasta llegar a Qatar, fue el ejercicio de un liderazgo en un trance de felicidad que tuvo su pico en el estadio Maracaná contra Brasil. Las imágenes que entregó el estadio Lusail, en Doha, fueron las de un Messi antiguo, un Messi que había quedado atrás, el Messi del pasado que no lograba combinar su gracia con la de la selección.
La primera vez que la pantalla lo mostró comenzaron a levantarse los hinchas que estaban en el estadio. Todavía eran pocos, faltaba poco menos de una hora para que empiece el encuentro y el equipo se disponía a salir a hacer sus movimientos previos. Lo que empezó a sonar fue Rodrigo, Maradó, Maradó, y Messi salió eyectado hacia el campo con la fuerza del cuarteto, de la canción. La segunda vez que la pantalla lo mostró fue para dar la formación. Tuvo otra vez su ovación.
Parecía que empezaba todo bien, que tenía su primera chance que el arquero tapó, que el VAR le daba vida con un penal que ejecutó con calidad y templanza, que sería un tránsito placentero para entrar a la tarde qatarí, a recorrer este Mundial con un buen empujón. El gol le despejaba el antecedente del penal contra Islandia en Rusia 2018 y lo entregaba a su tradición de récords. En su vigésimo partido en Mundiales -igualó a Javier Mascherano ahí- convertía su séptimo gol en estas competencias -uno menos que Guillermo Stábile y Diego Maradona, a tres de Gabriel Batistuta- y además marcaba en una cuarta edición, una distinción que lo une a Pelé, Uwe Seeler, Miroslav Klose y Cristiano Ronaldo.
Pero la vida de Messi no está hecha de acumular esas marcas, que son sólo pasos a un objetivo mayor, a títulos colectivos, a una épica colectiva. Todo lo que sabemos de Messi en este año puso a Qatar como su horizonte, quizá su Mundial final, la última posibilidad de sacarse de encima los recuerdos de Brasil 2014. Le toca a los 35 años, en una madurez que se acerca al término de su carrera. Por eso no se sabe si es el último pero se vive como el último. Se vivía, hasta este día, sin sobresaltos, en una situación de goce. Arabia Saudita apareció para despertarnos.
La sacudida que provocaron los dos goles tuvo sus réplicas en Messi, en lo que se vio durante todos esos minutos en los que no se pudo revertir la desventaja. No pudo asociarse, no pudo encarar, tuvo alguna para definir y una le quedó en la cabeza cuando ya el tiempo se terminaba. Pero comenzaba a crecer la preguntaba acerca de cómo estaba. Se había entrenado separado de sus compañeros el viernes y el sábado, lo que disparó alertas, y una foto de un tobillo inflamado se aclaró después que era normal para él. A la repetición de preguntas sobre cómo estaba en la conferencia de prensa previa, Messi respondió que estaba bien.
Ahora insisten en lo mismo, en que está bien. Pero su final de partido dejó la impresión de un desánimo. Un tiro libre desviado, otro tiro libre que decidió no ir a patear, el desconcierto de lo que fue el final. A diferencia de otras ocasiones, es cierto, Messi habló. Es una buena primera reacción ante una derrota así. “Es un golpe duro para todos -le dijo Messi a los periodistas- para la gente y nosotros que no esperábamos arrancar de esta manera, pero que la gente confíe que este grupo no los va a dejar tirados”.
La idea de que el equipo no va a dejar tirado a los hinchas ya la había repetido Scaloni antes del Mundial. Puede ser un mantra del cuerpo técnico y los jugadores. Lo central será el convencimiento de ellos mismos, de quienes ejecuten la idea, de quienes salgan a la cancha. Para volver a ser lo que fueron en este tiempo. Para recuperar, en pleno Mundial, el estado de felicidad. El del equipo y el de Messi, ambos son indivisibles.