Termina el último rezo del día, son alrededor de las siete de la tarde, y los fieles salen de la mezquita Imam Muhammad bin Abdul Wahhab. El cielo se ilumina con el skyline de Doha, desde la puerta se observa la silueta de la ciudad. Abdulhakim, manos en los bolsillos, mira hacia ahí. Es keniata, tiene un traje negro, camisa blanca, unos airpods en sus oídos. Trabaja como seguridad en la mezquita.

—¿Sabés si yo podría conseguir un trabajo en la Argentina?— me pregunta.

Abdulhakim es de Mombasa y hace cuatro años llegó a Qatar. Dice que está bien pero que quisiera tener un trabajo mejor. Habla inglés perfecto, tiene 37 años, estudió informática y negocios en su país. Pero su deseo no es sólo la superación laboral, su deseo es un lugar.

—Me gustaría vivir en Argentina porque es el país de Messi.

Lionel Messi es global. Abdulhakim no es fan de la Argentina, es fan de Messi. Qatar concentró esa globalidad como ningún otro Mundial. Hinchas de India, Bangladesh, Nepal, los trabajadores migrantes del Mundial. Viajé con Ahmad hace unos días, de Paquistán. Pudo ir al partido con Países Bajos.

—No podía creer que lo veía a Messi.

Después de la final de Brasil 2014, la derrota con Alemania, el cineasta georgiano Alexander Koberidze pensó a Messi campeón del mundo. La película se llama «¿Qué vemos cuando vemos el cielo?». Hay una foto de esa final con Alemania que tiene a Messi mirando fijo la copa del mundo. Es un efecto visual, la perspectiva engaña, pero funciona desde hace más de ocho años como símbolo de su obsesión, la que decidió traer a Qatar.

Hay imágenes que permanecen. El Messi de Qatar es un héroe para la posteridad, para viralizarlo y que sus jugadas queden colgadas en YouTube, en las plataformas del futuro. Fue en medio de la confusión y costó verlo en ese instante, pero cuando Messi dijo que este equipo no iba a dejar tirado a los hinchas fue un juramento. Messi sabía algo que excedía a la derrota, que formaba parte de lo que la selección podía superar. Eran horas de dudas, de preguntarse si estaba bien, si su preparación había tenido alguna falla en los días previos. Nada de eso, Messi ya era un futbolista decidido a buscar su mundo.

El triunfo de Messi no estuvo sólo en la cancha, fue lo que diseminó en las calles, en las de cualquier lado, las de Buenos Aires, Kerala, Bombay o Daca. Las victorias fueron la posibilidad de que esta historia continúe. Cada partido pudo ser el último. Contra Polonia la amenaza era de que el final pudiera estar cerca. Después Australia, después Países Bajos, después Croacia. En todos, Messi.

Guillem Balagué entra al estadio Al Bayt donde en un rato van a jugar Francia con Marruecos. Un día antes, Messi había tenido su exhibición contra los croatas. Nunca se sabe cuál es el mejor partido de Messi, siempre puede haber uno mejor. Balagué, su  biógrafo, dice que hay que ver el tercer gol contra Croacia, el que hace Julián Álvarez pero construye Messi. Por la raya, como un wing, se lleva al joven Gvuardiol a la rastra. No se la puede sacar, no se la va a sacar, es en lo único que piensa Messi en esos segundos.

—En esa jugada está todo Messi— dice Balagué, que lo ha escrito, que lo conoce y sabe observarle los detalles.

Estableció Messi, a sus 35 años, un forma de gambeta que la llevó durante el Mundial. Pegarse a su rival, imantarlo, esconderle la pelota y ahí sacárselo de encima. Ahí está el Messi de la selección argentina, como si hubiera tenido que cambiarse la piel para que el recuerdo sea específico, para no mezclarlo con otros álbumes de fotos. Ya no es el rayo del Barcelona, su gambeta en velocidad, las diagonales que iban a terminar siempre en gol, uno más de su colección. Era un Messi intuitivo, ahora es un Messi cerebral. Sus partido son de autor, son trazos elaborados. El genio y el artista.

“Este Messi -escribió Daniel Arcucci después del partido con Australia- es el mejor Messi de todos los tiempos. Porque no ha perdido la capacidad de resolver por sí mismo pero le ha agregado la capacidad de hacer que los demás resuelvan. Porque ya no depende sólo de su habilidad explosiva unipersonal sino que también explota su inteligencia integral y colectiva”.

Messi jugó todos los partidos del Mundial, todos los minutos. Sólo otros dos jugadores lo hicieron. El arquero, Emiliano Martínez, y uno de los centrales, Nicolás Otamendi. Su descanso estuvo afuera de la cancha. Los minutos que transcurrieron en el partido contra Croacia cuando lo vimos tocarse la parte de atrás de la pierna izquierda fueron momentos de angustia, un país en vilo lo miraba por televisión. Messi masajeó su músculo con fuerza, como si intentara reactivarlo, y algo pasó porque unos minutos después pateó su penal sin gestos aparentes de molestias. Es en ese momento en el que cuerpo de Messi es nuestro cuerpo, lo que le duela nos duele, lo que lo sane nos sana. 

Todos hablan de Messi. Su apellido es fácil, corto y pegadizo. Cabe en cualquier idioma y arma una sonrisa al pronunciarlo. Se hizo un ritual de este Mundial repetir los goles con los relatos italianos de Stefano Bizzotto y Daniele “Lele” Adani. Lionel Messi Cuccittini, le dicen, dándole a la madre, a Celia, el lugar que se merece. A Rosario, de La Bajada a Pedriel, a la tradición de Diego Maradona y su México 86.

Está ahí también el Messi maradonizado, el ejercicio de su liderazgo, con la bronca como motor. Andapayá, bobo es meme, es remera, es una cumbia, una traducción al castellano neutro, en mexicano, en inglés yanqui, en sus mil versiones que se reproducen en Twitter, que se mandan a los grupos de WhatsApp. Messi ya había sido extraordinario en la selección pero no había tenido hasta ahora una épica. Hubo algo en las derrotas, en las finales perdidas, su decisión de irse, la salvación en Quito para llegar a Rusia 2018. La vida futbolística de Messi con la selección estuvo llena de frustraciones. Hasta que la Copa América que ganó en el Maracaná puso las cosas en su lugar. En este Mundial, además, hubo una belleza que la hace inolvidable. A eso quizá haya ayudado la derrota con Arabia Saudita porque siempre se requiere una tensión para el drama humano. Una derrota como punto de partida.

Qatar, un país sin épica, que construye su relato también con este Mundial, ahora tiene la épica de Messi. La fuerza de trabajo de Messi es de Qatar, como la de Kylian Mbappé. Son jugadores del París Saint Germain, donde manda el emirato. Messi también tiene contrato con Arabia Saudita, el hermano mayor de Medio Oriente. Es embajador turístico, lo quieren para tener su Mundial en 2030. 

Pero Messi es universal, como lo es Maradona. Quienes vivimos México 86 y Qatar 2022 fuimos testigos de una época futbolística quizá irrepetible para la Argentina. Escribo esto en Doha la tarde del sábado 17 de diciembre de 2022. Falta un día para la final. No sabemos lo que vendrá, pero sabemos lo que pasó. Que vimos la belleza futbolística en estado puro y que Messi se lleva un amor popular irrestricto, un amor irrompible. Si asistimos a su última función en un Mundial es también parte de lo que no sabemos. Pero lo que sabemos, lo que vamos a guardar para siempre son estos días de su fútbol, los días maravillosos del país de Messi.