Kieran Trippier está tirado en el pasto, al lado del arco inglés, afuera de la cancha, y no va a poder seguir en el partido. Josip Pivaric se acerca pero para encontrarse con los hinchas croatas, con sus hinchas, agrupados en esa cabecera del estadio Luzhniki. Pivaric cierra el puño, les pide fuerza, les dice que vamos, vamos. A sus espaldas llega Iván Rakitic y levanta los brazos, los agita hacia la tribuna. Trippier, que había hecho el gol inglés con su tiro libre, tiene que salir. Inglaterra no tiene cambios y quedan cinco minutos. Tampoco tiene fuerzas. A Croacia le sobran fuerzas. Croacia es un organismo que no para de liberar endorfinas. Croacia ya jugó dos alargues y ahora va por el tercero. Cuando termine, cuando lo gane, habrá jugado en total un partido más que Francia, su rival en la final del Mundial.
Estos jugadores tenían entre catorce y dos años cuando Croacia perdió con Francia en las semifinales de 1998. Era el equipo de Davor Suker, de Zvonimir Boban, de Roberto Prosinecki, considerada la mejor generación de jugadores croatas, la que le ganó a Holanda el tercer puesto. Veinte años después, Suker es el presidente de la Federación Croata de Fútbol. Y Boban es secretario adjunto de FIFA, un hombre de Gianni Infantino. Veinte años después, también un 11 de julio, el equipo de Modric, de Rakitic, de Mario Mandzukic, supera el hito. Supera a la generación de la adolescencia, de la infancia. Zlatko Dalic, el técnico croacia que asumió hace nueve meses, les mostró a sus jugadores un documental sobre aquel equipo. Lo hizo antes de que le ganaran a Nigeria, en la primera fase. El documental se llama Vatreni, se estrenó en Zagred hace dos meses. Vatreni es el apodo de la selección croata. Significa fuego.
Parecía que todo iba hacia lo mismo, que el tope estaba otra vez en las semifinales. No sólo por Trippier y su tiro libre, el gol más temprano en una semifinal de Mundial desde 1958, también porque Inglaterra estableció las normas del juego durante todo el primer tiempo. Atrás era el gobierno de Kyle Walker, John Stone y Harry Maguire, que imponían sus leyes. Aunque difuso por momentos, estaba el talento de Dele Alli. También la intriga de Harry Kane, la sensación de estar siempre vigilante. En los movimientos de Jesse Lingard y Raheem Sterling estaba también el sello inglés, el que entrega su liga, todo el armado obsesivo sobre los que se preparan los partidos, la previsión, el método. Era un momento en el que Moscú se preparaba para rendirse ante la Premier League, la ganadora. Pero Kane erró en un mano a mano con Danijel Subasic el dos a cero y de eso no habría vuelta atrás.
Lo que dispuso Inglaterra en el primer tiempo, lo dispuso Croacia en el segundo. Además de su fútbol, Croacia estableció un ataque psicológico. Es un equipo emocional que a la vez parece inconmovible. Más por concentración que por ausencia de felicidad, Croacia parece no sonreír durante los partidos. Es impiadosa, como lo supo la Argentina durante el desastre de Nizhni Nóvgorod. La tribu inglesa, sobre la cabecera contraria a la croata, hacía las palmitas y luego gritaba England, England, pero nada los desestabilizaba. Tampoco los silbidos a Domagoj Vida, que le había dedicado a Ucrania la victoria contra Rusia. Hay una historia de guerras y anexiones ahí. Al Kremlin no le gustó lo que dijo Vida: “¡Gloria a Ucrania!”. Los rusos que fueron al Luzhniki se lo hicieron saber. Lo chiflaron cada vez que tocó la pelota. Vida jugó cada vez mejor.
Modric también, asociado con Rakitic, el alma croata. Otro hombre de la noche fue Ivan Perisic. No sólo por el gol, el empate. También porque era el que tiraba el carro. Si Modric era el yang, Perisic era el ying, o al revés. Un equilibrio entre la fuerza y el orden, una energía que atravesaba a los croatas. Inglaterra estaba entumecida, encorsetada en el chaleco lord de su técnico Gareth Southgate, un amante de la NBA y la NFL, que apela a la psicología para sus equipos y para él mismo. No se puede saber si esto era un asunto psicológico o de otro orden, pero sus jugadores quedaron disminuidos.
Mandzukic fallaba en el área tanto como Kane, pero eso no corrompía su voluntad. En un momento del tiempo extra, desde el banco le preguntaron a Mandzukic si estaba bien, si podía seguir. Mandzukic dijo que sí. Pidió seguir en la cancha. Ahí vino el gol. El carácter de un equipo estuvo al servicio de su fútbol. Es un extra, un algo más que permite sobreponerse a las circunstancias. También un cálculo: Zalic se quedó con los cuatro cambios para el final. Sus jugadores aguantaron, lo permitieron, pero el técnico también supo gestionar el esfuerzo ajeno. Inglaterra, que había ido a penales contra Colombia, pero que tuvo un paso más sencillo frente a Suecia, se rindió. Jordan Pickford ni siquiera fue al área rival con el último centro. Moscú no fue París para Croacia. Ahora habrá final. Modric tendrá enfrente a Kilyan Mbappé. La lucha por el Balón de Oro también se juega el domingo.
La gesta del 98 es también una combustión para Croacia. Será difícil discutir desde ahora qué generación es superior. Pero una se alimenta de la otra. Incluso Zalic, el técnico, estuvo en Francia como hincha. Zalic lleva sólo nueve meses en el cargo. Cuando asumió, hubo que jugar un repechaje con Grecia para llegar a Rusia. Sus jugadores lo aman, sienten que los potenció. La generación del 98 pasa el mando a la del 2018. Y ya nada será lo mismo para el fútbol croata. Un rato después del partido, algunos jugadores salieron a la cancha con sus hijos pequeños, que pateaban pelotas contra el arco. Los hinchas gritaban el gol. Habrá ahí otra capa generacional, alguna próxima. Del otro lado, los ingleses cantaban Oasis, que sonaba fuerte en un estadio que se vaciaba. Don’t look back in anger era la canción. No mires atrás enojado. Los croatas también cantaban.