En una pequeña hendija que deja la vorágine de los Juegos Olímpicos, ese fascinante espectáculo televisivo que permite ver tres o cuatro deportes al mismo tiempo, se puede espiar algo de fútbol. Y se puede observar a Lionel Messi levantando la Supercopa de España por primera vez en su carrera como capitán del Barcelona. Antes había marcado un gol de cabeza y había sido la gran figura de la final que el Barça le ganó 3-0 a Sevilla. Y ver esa imagen de Messi triunfal y sonriente, ya con el amarillo afianzado en su cabellera, hace pensar en la Selección Argentina. Menos de dos semanas faltan para que el 10 vuelva a ponerse esa camiseta celeste y blanca que, en realidad, nunca se sacó. Va a ser en Mendoza, cuando se reanuden las Eliminatorias y enfrente esté Uruguay, el puntero.
Ahí, en la ladera de la imponente cordillera, Messi volverá a caminar el camino que lo depositará casi con seguridad en el Mundial de Rusia. Y está bien. Es verdad que todavía se escuchan con nitidez sus palabras acongojadas tras perder contra Chile. Es verdad, también, que esas palabras parecieron sinceras, sobre todo porque venían acompañadas de un gesto adusto, con las cejas bien juntas y la frente arrugada. De aquella renuncia verbal que nadie, ni siquiera él, se animó a hacer efectiva a esta vuelta natural no se jugó ni un solo minuto. En el medio hubo un cambio de entrenador, eso sí. Pero nadie que entienda algo de fútbol puede pensar que eso pudo haber influido para que se concretara su regreso. Messi vuelve porque nunca se fue. Y hace lo correcto, porque si siguiera en la misma postura con la que dejó Estados Unidos tras la derrota en la final de la Copa América no tendría escapatoria en esta casa de brujas en la que se transformó su historia en la Selección. Ante cada derrota, lo hubieran matado por su ausencia. Ante cada triunfo lo hubiesen destrozado porque ya no sería necesario. Y ante cada empate, según cómo se hubiera dado, lo hubieran criticado de una u otra forma.
Nadie hizo más goles que Messi con la camiseta de la Selección. Muy pocos jugaron más partidos que Messi en la Selección. Casi nadie mostró tanta magia como Messi cada vez que entró a la cancha para jugar en la Selección. Y sin embargo un buen número de detractores sigue pidiendo que haga magia hasta cuando ni siquiera le dejan agarrar la varita. Por eso, porque nunca se va a poder ganar al público que no lo quiere, es que tiene que hacer exactamente lo que tiene ganas de hacer. Y Messi siempre quiere jugar al fútbol. Siempre. Y ahí estará, para seguir haciendo historia con la Selección. Con el sueño de repetir esa imagen que entregó la televisión entre tantos saltos atléticos, triples, bloqueos y corners cortos. Sí, su imagen levantando una copa con la cinta de capitán en su brazo y una sonrisa enorme. Porque su sueño sería completo si la camiseta fuese celeste y blanca.