Los Juegos de la Juventud que se clausuran este jueves mostraron que Buenos Aires es una ciudad a la altura del escenario olímpico. Desde detalles de la organización, la infraestructura y hasta la estética, incluso en su imagen televisiva, tuvieron un estándar de cinco anillos. Esa es una dimensión posible para observar. La otra, la del medallero, debiera ser matizada, alejada del triunfalismo. Mirar esa tabla como si entregara el futuro del deporte argentino es como mirar un espejismo. No hay una traducción directa posible. Como tampoco es posible determinar aún cómo impactarán en el desarrollo deportivo –incluso en el desarrollo de la ciudad- estos Juegos sobre los que todavía no se conocen sus números finos, aunque ya es seguro que será más altos de lo presupuestados.
Los Juegos fueron, sobre todo, un fenómeno local. Se calcula que unas 800 mil personas –se repartieron 650 mil pulseras como pases olímpicos gratuitos- pasearon por los cuatro parques olímpicos dispuestos en distintos puntos de Buenos Aires. No es cierto, como se dijo al principio, que los estadios se llenaban con las escuelas públicas. Hasta este jueves por la mañana, en la última jornada de los Juegos, hubo una cola interminable para ver a la Argentina con Egipto por el bronce en Futsal. Fuera de toda expectativa, durante diez días se produjo un fenómeno popular. Desde las calles repletas durante la ceremonia inaugural hasta el furor por el beach handball, hubo un vínculo con los Juegos que explica, además, la buena relación de esta sociedad con lo público y lo gratuito cuando es de calidad. Desconocerlo es demasiado parecido a cuando se desconocían las miles de personas que paseaban por Tecnópolis en los inicios de ese parque, hoy una de las sedes olímpicas.
Pero para todo hay un contexto. Estos Juegos, planificados durante cinco años, presupuestados con un dólar que se acostaba sobre los cinco pesos, tan bien organizados, llegaron acaso en un momento inoportuno, mientras se ejecuta un ajuste brutal que no excluye al deporte. Al mismo tiempo que chicos y chicas de entre 14 y 18 años mostraban sus talentos en distintas disciplinas, el designado secretario de Deportes, Diógenes de Urquiza, todavía sin asumir en reemplazo de Carlos Mac Allister, se despachaba en una entrevista sobre futuros recortes de becas y hasta simulaba con los deportistas el diálogo de un padre con un hijo: “‘Papá, dame plata’. No, andá a laburar, ya tenés 21 años”, aseguró el actual coordinador del Ente Nacional de Alto Rendimiento en una entrevista con el diario Olé. Sólo porque se enmarca dentro de otras barbaridades expuestas en la cotidianeidad por funcionarios macristas, acaso en áreas más sensibles, lo de De Urquiza pasó apenas como un ruido.
Y no se trató de un blooper, fue profundamente ideológico. Lo que expresó con esa metáfora fue toda una idea de la política del Gobierno hacia el deporte. De Urquiza manejará un presupuesto 9,6% más bajo que el actual para una secretaría que pasará a ser una agencia. Y el funcionario que todavía no asumió lo primero que hizo fue poner en discusión las becas, una de las patas para que los pibes que compiten en estos Juegos se desarrollen en el alto rendimiento, sobre todo aquellos que vienen de los márgenes, sin apoyatura económica familiar.
Ese es el contexto de Buenos Aires 2018, que dejó otras aristas todavía sin respuestas en sus presupuestos, incluso en sus acuerdos comerciales y hasta las empresas que fueron favorecidas. Casi todo fue expuesto lejos de los grandes medios, en la web Ephecto Sport, del periodista Ernesto Rodríguez III, que además pasó varias jornadas de estos Juegos reclamando por una acreditación plena, que le permitiera moverse por todas las instalaciones. Esa restricción tampoco pareció un error cuando se trataba del periodista que más investigó las cuentas de la organización.
Lo que también habría que evitar es la desmesura. “Estamos ante los Juegos Olímpicos de la Juventud más concurridos de la historia”, se jactó Gerardo Werthein, presidente del Comité Olímpico Argentino en una charla con Infobae. Hubo sólo dos Juegos antes que Buenos Aires: Singapur 2010 y Nanjing 2014. La sede que viene será Dakar, en Senegal. Los Juegos de la Juventud son otra unidad de negocios del COI, un testeo de deportes para el futuro, formatos de organización y también una manera de desembarcar en ciudades que difícilmente reciban a los Juegos de mayores. Aunque el alemán Thomas Bach, presidente del COI, le diga a La Nación que Buenos Aires es una “candidata extremadamente fuerte” para 2032. Habrá que ver.
Mientras la llama olímpica se apaga sin que haya podido ingresar al país la mascota Pandi, retenida en la Aduana porque la empresa Quiero ver guita (sic) los había rotulado como guirnaldas para eludir el pago de aranceles, lo que queda es el talento y el esfuerzo de atletas argentinos, una recolección de 32 medallas, algunas de ellas en equipos mixtos, con deportistas de otros países. Esa foto tiene a la Argentina por encima de países como Estados Unidos, Australia y Alemania. Y puede resultar engañosa, está empujada sin dudas por la preparación y el talento, pero también por la localía y porque los rivales potencia no vuelcan todo lo que tienen en estos Juegos. Pero esos matices no pueden tapar que el trabajo previo en las disciplinas fue muy bueno, y ahí está el resultado. Es una lección para lo que viene. Porque esa foto, de todos modos, ni siquiera es lo central. Lo central es cómo se acompaña a lo que se vio en las canchas y las pistas, en la piscina y sobre la arena. El desarrollo del deporte argentino va más allá de estos Juegos.