Me hace acordar algunos momentos de encuentros familiares o reuniones. A mí no me gusta mucho el fútbol”, dice una mujer, que debe pisar los 40 años, mientras bebe un sorbo de cerveza. Alrededor de la mesa, sus tres amigas, tragos en mano, asienten con la cabeza. De fondo, en una pantalla gigante que cubre una pared, un programa de cable repasa los goles del Diego en el Napoli. De tiro libre. A una esquina. Al otro palo. Suave, por arriba del arquero. Todo el repertorio en un lapso de unas cinco fechas de la Serie A. En la mesa de adelante del bar, un flaco de prolija barba luce una camiseta retro de Boca con la 10 en la espalda. Diego, en todas partes.
La influencia Maradona acompaña, incluso en el dolor. Sin ningún esfuerzo, seguro recordaste una historia cotidiana atada al ídolo por estas horas de melancolía. De sensibilidad al palo. Ni siquiera hace falta haber visto un partido. La identificación puede provenir de una frase. De un recuerdo que tal vez deja al partido en un segundo plano. O de un sticker de WhatsApp que escupe un “hijos de puta” que ya tiene 30 años y atraviesa generaciones.
“Cada momento de la vida tiene un capítulo del Diego”, dice Gabriel –Reyton para los amigos– en un chat. Te puede llevar al Mundial ‘90, a ese álbum de figuritas inolvidable, a la tristeza por la final perdida. O al “me cortaron las piernas” que estrelló la esperanza de ganar el tercer Mundial, un camino clausurado desde 1986 para la Argentina. Diego también es el “No al Alca”, el que nunca jamás fue imparcial y el analista que anticipó –varias veces– lo que sobrevendría con Mauricio Macri en el poder. Ya sea de Boca o del país.
Diego es –y siempre será– un personaje clave de la Historia, cuya singularidad acaso sea la de alegrar y protagonizar millones de historias mínimas, anónimas, personales. La mía, por caso: tengo más recuerdos de Maradona que de mi viejo, que murió mucho antes que él, cuando yo tenía ocho. Manuel, mi viejo, no era futbolero, pero lo convocaban –lo fascinaban– los fenómenos populares. Y Diego personificaba la lucha del pueblo, la epopeya de los excluidos, la liberación de su destino, el de morir igual que como había nacido: pobre. A todos ellos, a los fioritos del mundo, a los caídos del Sur, los defendió, les regaló amor, les redistribuyó alegrías.
Diego también está presente en el primer shabbat posterior a su muerte. En un club judío, el tecladista toca los acordes de «La mano de Dios» en el interludio. Cuando el rabino retoma la ceremonia religiosa, repasa otras muertes famosas y cuestiona a Maradona. El tecladista sonríe. Su homenaje se volvió rebeldía. Diego, en todas partes.