A mediados de la década del 90, a Enzo Francescoli le preguntaron por qué se había convertido en ídolo de River. “Yo creo que pasé la línea mágica. Al superar eso, los hinchas deciden que estás más allá del bien y del mal”, explicó el uruguayo. Pero también puede suceder lo contrario: dirigentes y hasta símbolos deportivos que eran muy queridos en el propio River, como José María Aguilar y Daniel Passarella, un día cruzaron la línea opuesta y ya no pudieron volver al club. Fue pasar otra línea invisible y repentina: un quiebre en la convivencia popular que, por supuesto, ocurre en otros equipos. ¿Y también en los torneos?
Es posible que el Barracas Central-Patronato de anoche quede tapado mañana por otra indignación, un nuevo partido u otro hechizo característico del fútbol –la nueva camiseta de, lo que dijo tal, lo que tuiteó fulano-, pero también es posible plantear que los campeonatos argentinos entraron en una zona de riesgo: que sobrepasen la línea de la credibilidad. Que dejen de ser creíbles. O que, para muchos, ya no lo sean.
La gestión de Claudio Tapia en la AFA tiene puntos a favor: es tan cierto que los resultados son distorsionadores por naturaleza (no habría sido lo mismo una derrota por penales en las semifinales de la Copa América ante Colombia) como que, bajo su presidencia, se conformó una estructura alrededor de las selecciones. Que Lionel Messi se siente cobijado en Ezeiza como antes sólo le pasaba en Barcelona, que ex jugadores de mucha experiencia en Mundiales asesoran a Lionel Scaloni, que la economía de la institución parece saneada y que el fútbol femenino empezó su camino a la semiprofesionalización.
Pero sólo mirando hacia el costado –por ingenuidad, por conveniencia o por acuerdos- se pueden pasar por alto los usos y abusos en los cambios de reglamentos y las actuaciones arbitrales a favor de los intereses del poder en los campeonatos locales.
Es cierto que el tema no nació en esta dirigencia ni en Argentina y que la AFA no es el único poder de la pelota: no conviene romantizar a Julio Grondona ni a otros países, como tampoco pedirle ética únicamente al fútbol –ni creerles a personajes que se movieron mucho tiempo en las tinieblas y ahora se embanderan a favor de la blancura, o a quienes hablan en nombre de intereses-. Pero escenas y escándalos que primero se veían a distancia y a cuentagotas en los Federales y luego en el Ascenso llegaron anoche en Primera, ya con televisión y con VAR.
Se suma a la cotidianidad de torneos de 28 equipos (Primera) y 37 (Nacional), a técnicos que dirigen a pesar a no haber mostrado su habilitación (Carlos Tevez) y a torneos que cambiaron de reglamento en medio de la temporada para agilizar ascensos amigos, como si los campeonatos fueran de los dirigentes de fútbol y no del fútbol en sí. No es ninguna revelación que los poderes -y eso incluye a la AFA, la FIFA o el COI, por nombrar sólo el deporte- funcionan poniendo y sacando leyes a su necesidad. Suena elegante hablar de estatutos o leyes, pero sería menos cínico hablar de pulgares arriba o pulgares abajo.
Ser hincha es, por definición, dejarse mentir, aceptar una ficción. Aún en un país en crisis, los estadios están llenos. El poder de los clubes es que, durante dos horas, los hinchas se toman vacaciones de sí mismo y se olvidan del resto, hasta de la inflación. Pero ahora, incluso, parecen actuar como un refugio de torneos que coquetean con pasar la otra línea invisible, pero sombría, la de la posible pérdida de credibilidad. La tentación de creer mucho más en tu equipo que en el fútbol está servida.