Kylian Mbappé, 19 años, nació en Bondy cinco meses después de que Francia fuera campeón del mundo. Tiene padre camerunés y madre argelina. Es un chico de la banlieue, de los márgenes de París. Luka Modric, 33 años, es de Zadar, frente al Mar Adriático, un lugar paradisíaco para nacer si no fuera que sucediera, como sucedió, porque su familia se trasladó ahí corrida por la guerra. Los serbios habían matado al abuelo. Mbappé es el viento, lo que empuja a Francia, la quinta velocidad, una ráfaga que hace desquicios en las defensas rivales. Modric es el fuego, el vatreni, lo que enciende el juego de Croacia, una administración de su temperatura. La final de Moscú, el fútbol más glamoroso, llegó desde la periferia, también fue parido en el dolor.
No son sólo Mbappé y Modric los que en el estadio Luzhniki, bajo la vigilancia de Lenin, definen Rusia 2018. En los Mundiales se requiere un equipo, un plan bien diseñado y mejor ejecutado, aunque después haya imprevistos. Francia avanzó sin trastabillar y, suena curioso, pero la única vez que se la vio frágil, con posibilidad de quebrarse, fue contra el caos argentino. El espejismo argentino. Después de eso, no pasó sobresaltos con Uruguay y tampoco le resultó una complejidad su partido con Bélgica. Para cada uno expuso su repertorio, las variantes que guarda en su caja de herramientas.
Mbappé es lo que luce, pero el cerebro es Antoine Griezmann, el eje sobre el que gira el equipo de Didier Deschamps, su costado rioplatense. Es difícil encontrarle un punto bajo a Francia. N’Golo Kanté es un cazador de pelotas, un artista de la recuperación. Corta y da el mejor pase. Al lado está Paul Pogba, que aporta a la circulación, pero que puede ir al ataque, ser un organizador. Todo es el equipo, un sentido total de lo colectivo, las espaldas cubiertas por la dupla Varane y Umtiti.
Croacia tampoco es Modric, aunque dependa más de lo que entregue su talento, su estado de ánimo. Zlatko Dalic comanda un equipo más maduro que el francés, aunque tampoco tanto. Francia tiene un promedio de edad de 26 años, mientras que Croacia promedia 27. Pero a los hermanos menores de la generación tercera en Francia 98 los conduce un temple, una combustión que les permitió atravesar tres tiempos extra, dos tandas de penales, sin que las piernas se le doblen, esa energía con la que seca rivales.
Croacia se enciende pero no se quema. Iván Perisic, criado en una granja de la costa dálmata de Split, expresa mucho de todo eso, las ganas de supervivencia, la voluntad croata cuando la desventaja, como ocurrió contra Inglaterra, apura el tiempo. El otro Iván es Rakitic y aunque parece estar a la sombra de Modric es el despliegue del equipo, las alas. Esa fuerza llega hasta Mario Mandzukic, que aunque estuvo menos eficaz de lo que se esperaba hasta acá, dio el latigazo de la clasificación. Es posible que los minutos acumulados en la cancha le puedan jugar en contra, lleva un partido más que Francia, pero su control mental puede ser absoluto, administra el desgaste físico, lo matiza.
Rusia 2018 deja el legado de la variedad de recursos. Se lo puede encorsetar en la pelota parada, en la kryptonita de la posesión, pero lo que deja es un manual de la diversidad de herramientas. Porque hubo pelota parada y juego asociado, también posesión y equipos que esperaron. Croacia y Francia, aunque distintos, desplegaron todos sus recursos. También expresan cosas distintas. Lo de Croacia es más generacional, menos armónico, con un entrenador que lleva sólo nueve meses en el cargo. Francia se cocinó en otro trabajo más denso. Quizá no armónico, pero más paciente.
En la final europea, con su aroma balcánico, Croacia y Francia pondrán en juego la Copa del Mundo. Modric y Mbappé, quien sabe si Griezmann, Pogba o Kanté también, buscarán lo lateral, el Balón de Oro, un premio que entrega Adidas y que suele ir a los jugadores de esa marca. La tiene difícil, porque con ninguno tiene contrato. Rusia 2018 dejó a contramano a muchos. El viernes a la noche en la Plaza Roja, mientras los moscovitas se sentaban en el piso para contemplar las estrellas, rodeados de la iluminación zarista del GUM, del Kremlin, de la catedral de San Basilio salida de un dibujo animado, la final del Mundial parecía jugarse en otra parte. No había croatas, no había franceses, no había fútbol más que la maqueta apagada que la FIFA armó en el lugar, frente al mausoleo donde descansa Lenin embalsamado. Sonaba rock ruso en algunos parlantes bluetooth. Y algunos bailaban, era una postal de la cotidianeidad. Rusia, afuera de su Mundial en cuartos de final, ya había ganado.
Unos días antes, en la estación Sportinaya del Metro de Moscú, la que desemboca en el Luzhniki, hinchas ingleses, croatas, argentinos, uruguayos y brasileños se unieron en un grito mientras subía por la escalera mecánica: Ra-shi-á, Ra-shi-á, Ra-shi-á. La pronunciación de Ru-ssi-a. Los hinchas lo hacían con simpatía, con risas, como gesto de amistad y agradecimiento. También implicaba un ruptura, el fin de una distancia. La Copa será para Francia o Croacia. Modric o Mbappé. Pero eran esas escenas, esa consecuencia, lo que buscaba Rusia con el Mundial.