Lo indiscutible son los cantitos: todo lo demás es interpretación. La que sigue, entonces, es sólo una. Nadie puede alegar alguna empiria concreta y con fundamento sociológico para sostener un argumento: permítanme, entonces, proponer los míos.

Los cánticos antimacristas de los estadios fueron objeto de una doble interpretación en espejo: una inversión casi simétrica. Las dos, relativamente paranoicas. Por un lado, la versión macrista acusó rápidamente a una presunta influencia kirchnerista sobre las barras por la aparición de las puteadas. Además de paranoica, esta interpretación es insostenible: la influencia macrista sobre las barras es mucho más notoria, producto de largas trayectorias de unos cuantos dirigentes cambiemitas –comenzando por el propio presidente, que maneja la 12 desde 1995– y de la tradicional colocación de las barras a la sombra del que tenga recursos: básicamente, del que manda. Pero, para colmo, los cánticos no surgieron de las barras, según coinciden todos los testimonios, e incluso habrían intentado reprimirlos –las barras funcionan, como todos sabemos, como disciplinadores internos de las hinchadas–.

Por el otro, la versión en espejo busca desesperadamente construir una conspiración alternativa, que aunque se pretenda virtuosa no deja de ser paranoica: los cánticos son producto de una suerte de colmo del malhumor social, y por lo tanto auguran el comienzo de un ciclo impugnador y resistente. Si las canchas critican al poder, sostienen, es el comienzo del fin, como cuando la hinchada de Nueva Chicago cantó la Marcha en 1981. Esta versión de las cosas se basa, también, en presunciones insostenibles, pero especialmente en una: la de que el fútbol refleja la sociedad. Esta afirmación es básicamente futbolera y pito-céntrica, y olvida que los estadios son condensadores de conductas fundamentalmente masculinas, y también olvida que la cultura futbolística tiene un grado de autonomía elevado –no todo lo que ocurre en el estadio ocurre en la sociedad, y viceversa–. Por otro lado, si el cántico fuera el índice del malhumor social, lo mismo podría decirse de todas las marchas callejeras desde diciembre de 2015 hasta aquí, todas ellas con una participación masiva y que sin embargo desembocaron en el éxito electoral macrista de 2017 –que tampoco, digámoslo, fue tan abrumador–.

Por eso, prefiero proponer una tercera interpretación conspirativa, pero mucho más respetuosa de la cultura futbolística: sencillamente, como todo hincha es estructuralmente paranoico –nuestros equipos son siempre objetos de conspiraciones planetarias destinadas a hacernos descender o a impedir nuestras coronaciones–, cualquier error arbitral de los que sobreabundan en nuestras canchas sólo puede ser explicado por la acción de los poderosos en nuestra contra. Inmediatamente, entonces, el hincha debe condenar esa conspiración, demostrar su denuncia y su conciencia. Pero lo novedoso es que, en el estado actual de las cosas, lo que los hinchas ven con nitidez es una concentración de poder inusitada. Si durante tres décadas los responsables de las conspiraciones eran Grondona, Torneos y Clarín, hoy asistimos a la hegemonía de la troika Macri-Tapia-Angelici (y Clarín, que siempre está): el presidente de la Nación y expresidente de Boca, el presidente de la AFA y títere de Macri, el presidente de Boca y mano derecha del presidente nacional. Esa Sagrada Trinidad del poder boquense es única en la historia del fútbol argentino –en la historia argentina–, y los hinchas se limitan a sumar uno más uno.

En mi interpretación, esta es la razón por la que aparecen los cánticos. Luego, suceden otras cosas: el cantito cobra vida, se vuelve a autonomizar, sale del fútbol –la sociedad suele reflejar al fútbol, ya que no al revés, porque el fútbol es mucho más visible y aquí estamos todos hablando de lo que ocurrió en algunas canchas–. Y entonces, un grupo de usuarios airados por la detención de un subte arremete con el MMLPQTP, y así sucesivamente, hasta que pronto veamos a alguien cantándolo sólo porque el lavarropas no le funciona. Y un día se olvidará: salvo, claro, que ese presunto clima social antimacrista, producto de la experiencia real y cotidiana de condiciones de vida que serán progresivamente más injustas y represivas, se vuelva acción política y no mero cántico de usuario indignado.

Entonces, debemos esperar un tiempo antes de ver para qué lado dispara: si consolida una tendencia o se desvanece en el aire. Lo que permanecerá inolvidable es el gesto de Guillermo Marconi, que propuso estudiar la posibilidad de que los árbitros detengan los partidos en caso de que se reproduzcan los cánticos, alegando un posible gesto discriminatorio. Según esta nueva versión de las cosas, y atentos a la reglamentación de la AFA y la FIFA, Macri sería una mezcla de boliviano, paraguayo, judío, negro y homosexual. Y Marconi, claramente, un gran salame.

*Profesor de la UBA e investigador del CONICET