Al costado de la cancha, sentados de bronce, están los hermanos Starostin. Nikolai, Andrey, Pyotr y Aleksander. Es la memoria de los jugadores fundadores del Spartak, el equipo del pueblo. El que se enfrentaba al Dynamo de Moscú, el equipo de la policía secreta. El Spartak era la resistencia, creado por las juventudes comunistas, la Konsommol que conducía Alexander Kosorev, el único club soviético que no era controlado por el Estado.
Si había un escenario para la heroicidad islandesa, era este. Aunque sobre el dolor de los hinchas argentinos, Islandia simboliza otra resistencia, la selección de un país de 300 mil habitantes entre los gigantes del fútbol. Cuando terminó el partido, después de un empate que para ellos fue un triunfo, corrieron a abrazar a sus hinchas, a sus mujeres, se tomaron selfies. Era una fuerza colectiva, hinchas y jugadores, un pueblo liderado por Aron Gunnarsson, un hombre al que Lombroso no le destinaría un oficio en el fútbol.
Antes del partido, las pantallas enfocaron a la hinchada de azul, la estirpe vikinga. Fue un instante romántico. Los argentinos habían tenido su momento cumbiero con La Nueva Luna. Ellos cantaron «Eg er kominn heim», Vuelvo a casa, casi un himno no oficial para los islandeses. El resto del estadio, todo argentino, hizo silencio. Los celulares se encendieron para filmarlos. Los mundiales también son esos instantes de magia. «La tierra -dice la canción- será nuestro lugar sagrado, un refugio de la tormenta». La cantaron en el lenguaje que fascinaba a Jorge Luis Borges, igual que amaba sus sagas. De eso se trata la canción. Borges, sin embargo, odiaba el fútbol. Pero tal vez se hubiera enamorado de esta Islandia, un país que alguna vez, hace más de diez siglos, invadió Rusia. Ayer lo volvió hacer, a su modo. Mientras cantaban. «El sol -decían- brilla como plata sobre nosotros».