Julio Grondona los escuchaba a todos. Podía ser en el despacho del tercer piso de Viamonte 1366 o en la oficina austera de la estación de servicio de Crucecita que se había convertido en una sede paralela del fútbol argentino. Le pedían plata, un consejo o un árbitro. Un dirigente que se creía perjudicado pedía que tacharan un nombre o que pusieran a otro para dirigir a su equipo. Grondona tomaba nota, en general cumplía los deseos, incluso sugería él mismo el árbitro para el próximo partido.
Durante veinte años tuvo un encargado en la tarea. Jorge Romo, un vendedor de hierro que empezó trabajando en Acindar y un día, ya como autónomo, llegó al corralón de la calle Independencia, en Sarandí, y desde ahí construyó un vínculo de confianza con el presidente de la AFA, que terminó por ubicarlo en el manejo del área más sensible del fútbol, los arbitrajes.
“Hablá con Romo”, decía Grondona si no tenía ganas de ocuparse personalmente del tema. Romo era Grondona. Lo sabían los dirigentes y lo sabían los árbitros. Javier Castrilli lo denunció (y tuvo que renunciar) por indicarle a sus colegas que antes de cobrar se fijaran en la camiseta. Romo tenía a sus árbitros, a los que le respondían, que eran además los que ponía en partidos decisivos. Para Grondona fue intocable hasta que la confianza ya no era la misma. Lo echó en 2010, meses después de acumular una serie de escándalos, entre ellos la final entre Vélez y Huracán de 2009.
El manual del dirigente del fútbol argentino tiene entre sus primeras indicaciones la de presionar por los árbitros. Es una rosca semanal, previa a cada partido, posterior también. Nunca se descansa, que no te duerman con los árbitros. Una frase se convirtió en lugar común del fútbol para describir si un equipo es beneficiado o perjudicado por los arbitrajes: “Tiene peso en la AFA” o “No tiene peso en la AFA”.
Son prácticas que no nacieron con Grondona -que tampoco son exclusivas del fútbol argentino- pero que se hicieron cada vez más necesarias. Hay clubes que vienen de fábrica con ese peso. Arsenal reinó con Grondona. Su caída en desgracia desde la muerte del patriarca resulta una metáfora exacta de cómo cambia el poder. Su lugar lo ocupa ahora Barracas Central, el club de Chiqui Tapia, comandante todopoderoso de la AFA. Cuando entre dirigentes se habla sobre los arbitrajes de Barracas Central cualquier maniobra se justifica. “Todos haríamos lo mismo por nuestros equipos y si no lo hiciéramos los hinchas nos putearían”, dice un dirigente. Los hinchas lo reclaman, lo exigen, igual se van a quejar porque sentirse víctima de los árbitros forma parte.
La novedad de los últimos años, tal vez empujada por el crecimiento de las redes sociales, es que además los hinchas se sienten parte de esa rosca. No sólo durante el partido, no sólo con las puteadas, con el cantito, con el grito de penal ante cualquier caída (un amigo en la tribuna siempre pide: “Hay que reclamar todo, hay que reclamar todo, así se lo hacemos cobrar”). Ahora también se agrega la rosca previa, hay que llorar y mucho (porque el que no llora no mama) apenas se sepa cuál es el árbitro, o antes, que llegue condicionado. Se agregan a ellos los medios partidarios y también los que no son partidarios. Por supuesto, están los técnicos: incluso los que dicen que no hablan de los árbitros, también hablan de los árbitros. Y están los jugadores. Sólo hay que escuchar los audios de VAR, no sólo por lo que se dice en la cabina sino lo que se grita adentro de la cancha. Hay que protestar siempre.
Esta fecha de clásicos entregó mucha más intensidad al asunto. Que se jueguen todos juntos en un mismo fin de semana activó todas las acciones al mismo tiempo. Ahora no sólo hay que saber quién es el árbitro del partido, también quién va al VAR. Empieza a ser más importante. Ya no está Romo. El director de árbitros es Federico Beligoy, que a la vez es el secretario general del sindicato. Días atrás contó en ESPN que si ve a un árbitro equivocarse durante un partido lo llama por teléfono en el entretiempo. Debe usar mucho el teléfono. Así están las cosas. Y así se entiende por qué un dirigente tiene que estar atento a qué le designan o por qué hasta los hinchas creen que tienen que intervenir. El sistema lo requiere. Funciona así. El problema no está en qué hacen los hinchas, el problema es el sistema.