Antes de todo esto, durante algún momento bastante extenso, ver a Lionel Messi por televisión fue una experiencia fulgurante. La catalanidad -la ajenidad- con la que brillaba era una manera argentina de saber que la joya estaba intacta. Algo de eso que veíamos, nos esperanzábamos, nos codeábamos, íbamos a disfrutar más de cerca. Lo excepcional del Barcelona durante la última década, algo más incluso, se contrastaba con la terrenalidad en la que habitaba la selección argentina, donde fueron menos las veces en las que el fútbol resultó un disfrute sin matices. Nos persiguió por años esa especie de falta de contención que se le daba al crack, esa culpa por lo traumático de sus visitas. Éramos nosotros, ellos lo tenían bien.
Los despojos del Barcelona en tiempos de pandemia recuerdan al Messi argentino, el que inclina su cuerpo, lleva las manos a la rodilla y apenas irgue la cabeza para mirar la escena sin entender qué pasa, un agotamiento que puede ser físico pero que sobre todo es mental. Es el instante en el que las expectativas de que sea él quien comande la arremetida terminan por derrumbarse. Lo vivimos tantas veces. Es también el momento en el que nos damos cuenta de que es poco lo que puede hacer parado en medio del desastre. Como si le pidiéramos demasiado.
A pesar de que sus números siguieron allá arriba -llegó a su gol 700 en el medio de esto-, Messi no pudo rescatar al Barcelona de su descenso hacia la normalidad, que desde el viernes, con la masacre de Lisboa a manos del Bayern Munich, bajó a la humillación. Como parte vital del equipo, es su capitán, Messi tiene responsabilidad en el desquicio. También ayudó a maquillarlo.
¿En qué momento se jodió el Barcelona? Es una pregunta para los catalanes del día a día, los que siguen los detalles, los que puedan marcar el paso errático de un equipo de mediocampistas -un sello- a un equipo de delanteros, los tiempos del tridente Messi-Suárez-Neymar, la pérdida de identidad de un fútbol que se exportó pero que no quedó en esa tierra. Hay muchas respuestas, una de ellas está en Munich, en las reminiscencias de lo que dejó la estadía de Pep Guardiola. Como todo es un círculo, el viernes, de alguna manera, Barcelona chocó de frente contra sí mismo.
El tema acá es Messi, que tiene 33 años y acumula tropiezos en el lugar en el que todo para él significó deslizarse sobre una alfombra de flores, una facilidad que hasta hizo dudar si no era demasiado cómodo. Un lugar que ahora no sólo dejó de resultar confortable sino que ya parece hostil. Además de los conflictos del fútbol, hay que volver a los inicios de este año cuando de lo que se hablaba era de los trolls que hostigaban al plantel, y en particular a Messi, cuando la cuestión del conflicto era la discusión de los contratos. Como nunca antes, toma forma la fantasía nunca concretada de que Messi siga su curso en otra ciudad.Pero más allá de lo que suceda, el drama futbolístico que nos aterra son los años, la sensación absoluta de que pasó una época. No sabemos qué será de Messi con la selección, una incertidumbre que se dilucidará con los nuevos tiempos. Lo que sabemos es que lo que vimos hasta acá ya no va a ser más. O será de otros modos, otras formas, otros colores, ya es todo elucubración. Nuestras mejores imágenes quedaron difuminadas en la burbuja de Lisboa. El fútbol televisado de la pandemia entregó un naufragio que nos devolvió fotos mojadas.
Sabemos que estos días dejarán marcas. Sin competencia de los equipos de acá, nuestros equipos, queda la fascinación por lo lejano. Festejar el ascenso del Leeds de Bielsa. Gritar un gol del Atalanta del Papu Gómez. Mirar a Messi. Justo ahora, que sólo queda eso, la televisión muestra el espejo de lo que fuimos. Sin nostalgia, hay que aceptar que disfrutamos lo que vivimos, lo que pudimos. Queda todavía un poco más. Pero hay un sentido más general en este 2020, el año en el que tuvimos que dedicarnos a mirar para atrás porque para adelante no entendemos bien cómo va a ser. Lo que viene con Messi tampoco sabemos qué será. Cuál será su nueva normalidad. Sólo queremos que sea bien.