Nizhni Nóvgorod, la ciudad de Máximo Gorki, debe guardar alguna maldición sudamericana, el Volga como un Triángulo de las Bermudas del Río de la Plata. De acá se fue malherida la Argentina, una avería provocada por Croacia no sólo en el resultado. Acá se terminó Rusia para Uruguay, sobrepasada por el fútbol francés. Se hubiera requerido de un conjuro tanguero. Lo que fue el principio del fin para la selección, una premonición de todo lo que vendría, incluyó el error del arquero Wilfredo Caballero, aunque la instantánea parezca de otro tiempo. Lo mismo para Uruguay, que se derrumbó cuando la pelota de Antoine Grizmann se le resbaló a Fernando Muslera, una desmoralización salida de un cruce paradójico de nacionalidades, con un arquero nacido en Buenos Aires, Argentina, y un delantero nacido en la región de Borgoña, Francia, pero ejercitante de una doble ciudadanía de facto, la uruguaya.
Ahí se terminó el paralelismo entre la Argentina y Uruguay. Fueron finales distintos, en contextos distintos, con partidos distintos aunque con un mismo rival, una selección francesa que se dedicó a responder con su juego las consultas sobre si se trataba de un conjunto de cracks sin el paraguas de un sistema o si eran lo que hasta acá mostraron ser, un equipo basado en el talento pero metodizado, con variantes y actitud. A la poética artiguista de la resistencia, el aguante a la uruguaya, lo que el colega Andrés Burgo llama la belleza del hormigón, se le impuso el romanticisimo de museo francés, una belleza más sutil aunque no bohemia, practicada; un orden y progreso a cargo de Griezmann, el termo bajo el brazo, marcando el tempo.
Fue distinto a lo que pasó con la Argentina -volvemos a la Argentina- y acaso eso hable de Francia, pero también de Uruguay, de sus cuidados, de la obsesión por romper el circuito de daño francés, del diseño obligado de un equipo sin Edinson Cavani, a quien el plan a ejecutar lo necesitaba. Uruguay entregó la pelota y achicó los espacios. A primera vista era un pulgar para arriba. A Kylian Mbappé le costó moverse, Francia no lo desbordó. Pero al control de Uruguay le faltó respuesta en ataque. Sólo con Luis Suárez no alcanzó. Christian Stuani es Stuani, no Cavani. Sin grandes aportes arriba, Stuani tampoco hizo lo suyo cuando Francia se obligó al recurso del tiro libre para su gol: Raphaël Varane lo primereó, le sacó la pelota de la cabeza.
Francia no fue sólo un cabezazo. El cabezazo apenas fue un camino. Desplegó sobre la cancha su equipo ancho, con sus laterales que también se cierran, con esa cofradía de media cancha que forman Paul Pogba y N’Golo Kanté, con el complemento de Corentín Tolisso, que ocupó sin problemas el espacio de Blaise Matuidi. El juego estuvo ahí, también en lo que de ese despliegue hizo Griezmann. Si contra la Argentina, Francia fue Mbappé, contra Uruguay, fue Griezmann. Esas variables hacen a un equipo.
El fútbol también es épica y Uruguay sabe construirla. Esta vez no. No supo construirla, no tuvo cómo. Resultó un mal día para el intento de ridiculizar el juego de posesión, la tenencia de la pelota, la pretensión de enterrarlo en Rusia. Francia la tuvo más y cuando un equipo sabe cómo usarla, establece un circuito de pases hacia adelante, vuelve a empezar, y ataca a las líneas, bueno, cuando un equipo así tiene la pelota, domina el partido, lo controla, desactiva al rival, incluso cuando sus goles llegan de otros lados, como el gol de Griezmann, que se quedó quieto, sin gritar, un gol sólo celebrado por sus compañeros, no sólo por respeto a Muslera y su fallido, también por su cariño a Uruguay.
En Niznhi Nóvgorod ese cariño hacia Uruguay se extendía desde los argentinos, desde unos irlandeses, desde algunos rusos, desde mexicanos y peruanos que se habían quedado con esas entradas sin posibilidad de reventa. Era la oda al país pequeño, a la épica como tradición, y también un respeto a la historia de su fútbol. Como razón arbitraria, se puede agregar a Washington Tabárez, el Maestro, un sujeto contracultural para el fútbol, un docente puesto a manejar un equipo. Una vez que Uruguay perdió, Tabarez recibió a sus jugadores en vestuario con una frase que se la repitió a cada uno. “La frente bien en alto”, les dijo. Es cierto que después del gol de Griezmann, cuando la pelota se le resbala a Muslera, dos uruguayos quedan tirados en el piso. Pero se levantaron. Nizhni estará maldita, pero ninguno le quitó la vista, nadie se fue mirando al piso.