Cuando el río Gualeguay subía no se podía jugar. Todo se inundaba y cuando el agua se retiraba apenas se reconocía la cancha por los postes que hacían de arco. Cada familia estaba alerta a las crecientes, se vivía mirando a la costa para saber si había que evacuar. En La Cava, una de las canchas del barrio Molino, la pelota podía irse al río, que dibuja por ahí sus meandros. Si eso pasaba, los pibes se tiraban a buscarla. Lisandro Martínez, hijo de Silvina y Raúl, era uno de los chicos que estaba atento a salir a buscarla mientras los grandes jugaban.
En el barrio, a la vera del Gualeguay, había tres canchitas. Estaba La Cava, estaba la del Pájaro Mori y estaba el terreno de los abuelos de Lisandro, los padres de Silvina. La última casa antes de llegar al río. Ahí empezó todo. O quizá empezó cuando se hizo la defensa costera, cuando dejó de inundarse y el Club Atlético Urquiza, que se había fundado en la década del cincuenta, pudo hacer su cancha. Los chicos se juntaban primero en el campito de Lisandro o en La Cava, jugaban un rato, y de ahí caminaban al club.
“Al fútbol se jugaba en patas”, escribe Santiago García, que nació en Ramos Mejía, provincia de Buenos Aires, pero pasó la mayor parte de su vida en Entre Ríos. Santiago me manda ahora fotos del campito de Pajarito Mori. Las sacó el día de la final con Francia. Se ven las nubes en el cielo azul, un tanque que es símbolo del barrio y ahí la cancha. “Está intacta, pero no tiene travesaños, tiene los palos nada más”, me dice. El texto de Santiago -una semblanza bellísima de los potreros gualeyos- se lee en el libro Semilleros, la historia de los campeones del mundo en sus clubes de barrio, de Ediciones Meta. Los compiladores son Fabián D’Aloisio y Juan Stanisci. Las 28 historias -26 jugadores más Lionel Scaloni y Pablo Aimar- recorren el útero futbolístico de los campeones del mundo, la patria chica, a veces olvidada, los clubes de pueblo y de barrio. De ahí salieron, de ahí salió la selección argentina.
Ese modelo de asociación civil expandido por todo el país nutre de talento al mundo. Fue golpeado por la pandemia, fue golpeado por los tarifazos macristas. Pero aún resiste. “Los clubes de barrio, como organizaciones libres del pueblo, siguen nutriéndose de estas vivencias -escriben en el epílogo la antropóloga Nemesia Hijós y el editor Fabián D’Aloisio- de una corporalidad festiva con algunas heridas sin curar, pero, por sobre todo, se regeneran y retroalimentan de la proximidad y el encuentro con el otro, como gesto de contención e integración, como opción real para la inclusión de las diversidades, como posibilidad concreta de futuro, como ejercicio de derechos conquistados, como construcción de lazos comunitarios, como expresión popular de nuestra cultura, como praxis y representación de un cuerpo colectivo que los conforma en su condición de actor político y social del territorio. De todo ese entramado, histórico, complejo y visceral, de ese camino hecho al andar, surgieron los nuevos campeones del mundo”.
Entre todas las historias está la de Lisandro en Gualeguay. Su padre, el Gringo, había jugado al fútbol en el club Libertad. Su madre también jugaba. El padre, escribe Santiago García, era un futbolista áspero para la marca. La madre, en cambio, era una jugadora habilidosa. “Ella -cuenta Santiago- no preguntaba si podía jugar al fútbol, se imponía por talento y personalidad”. A Silvina le dicen la Gogo, una precursora del fútbol femenino en Gualeguay. “Una de las mejores”, le dicen a Santiago en Entre Ríos. En su familia todos jugaban bien, como ella, sus hermanos, sus primos, sus sobrinos. También su hijo.
Silvina jugó en el club El Progreso aunque no estaba organizado por la liga. Cuando Lisandro comenzó a juntarse con otros chicos fue ella la que armó el equipo, la primera entrenadora del campeón del mundo. Después vino lo demás, pero al principio para Lisandro todo estuvo ahí. La Gogo es un ícono del fútbol femenino. El año pasado tuvo el reconocimiento de la Liga Departamental de Gualeguay. El torneo oficial se llamó Silvina Cabrera.
Entonces la historia también es la del semillero de ellas, las que empezaron jugando con varones porque no había equipos femeninos, las que tuvieron que derribar muros para jugar con libertad. “Los semilleros -me dice Nemesia Hijós- son los mismos, el tema es que hemos sido expulsadas, invisibilizadas, corridas, vetadas”. Ahí también están los barrios y los clubes, de ahí también nació la selección femenina que desde la semana que viene jugará el Mundial de Nueva Zelanda y Australia. Como Lisandro, ellas de algún modo también son hijas del fútbol de Silvina.