El relator urgía: “Pegale, pegale”. Todo un país rogaba: “Pegale, pegale”. Había pasado una hora de juego. ¿De juego? Los fantasmas habían vuelto a aparecer. En el entretiempo alguien deslizó el recuerdo del 2002: un equipo desabrido, sin contagio, sin energía, sin magia. Messi correteaba. El escozor de que el entusiasmo que trasmitió desde la Copa América de Brasil en adelante, se diluía con ese tranco corto pegado al lateral y la mirada que no era vacía pero lo asemejaba. Ni la tribuna en Qatar, muy argentina, parecía provocarle la sacudida urgida por un equipo sin reacción. Y lo que es peor, sin juego.
“Pegale, pegale…”. Un chispazo en el minuto 18 del segundo tiempo. Un instante que duró una eternidad.
Era esa Argentina a la que le requería que fuera el equipo que elevara la vara. Pero con más de una veintena de partidos en la bolsa, el Mundial no es sino un abanico de chatura, con escasos momentos atractivos. No sólo Messi era el ausente. También su equipo.
Del fútbol sin gol, puede atraer el fútbol sin arcos, cuando un equipo retiene la pelota y, si carece de punch, toca y toca buscando una iluminación o, al menos, restringir el peligro rival. La Argentina suele entrar en esa sentencia, con la advertencia de que tiene un tipo (o varios) que con una frotada de lámpara, soluciona el pleito. Mucho peor es el fútbol sin gol, y sin medio campo. Como el de la Selección de este primer tiempo. Incluso ese cuarto de hora del segundo, cuando México empezó a derrumbarse. Pero ni siquiera Messi pedía la pelota para intentar corregir el destino con su consabida destreza.
Hasta que llegó el instante del ruego. Pegale. Y Messi le pegó. La realidad que arremete con todo lo demás. Un antes y un después. Un alivio. Un gol. La posibilidad de ponerse a pensar en serio en un triunfo que hasta instantes antes parecía una quimera. Al segundo tiempo no había salido otro equipo, sino uno que tenía más la pelota y con eso parecía tener mayor voluntad. Pero llegó el gol de Messi y luego, a bancar los trapos para que no pasara lo de Arabia. Aunque México se derretía solo. Y la maravillosa definición de Fernández para poner la expectativa en su justo lugar.
“Nosotros la pusimos así…”, dijo Messi, con la misma precisión de ese remate rastrero que cambió el mundo. “Arrancó otro Mundial para nosotros”, redondeó. Ya pasó el debut, pasó el golpazo ante los árabes, pasó un rival chiquito como el mexicano que sólo con tesón ató al equipo durante una hora.
Queda el triunfo que abre el espacio a la ilusión. Se podría haber empatado y las chances no eran tan menores. Pero ganar alimenta el ánimo. En fútbol vale como envión. Genera mística. Claro que todo podrá desvanecerse si De Paul o Di María siguen en otro torneo; si al punta de turno se lo fagocita la retaguardia adversaria; si en cada ataque ajeno el medio campo argentino es puro entusiasmo pero escaso frontón y si a la defensa la atacan en serio como Arabia Saudita en esos cinco minutos fatales o Polonia concreta lo que amenaza con Lewandowski y compañía.
Pero siempre quedará la esperanza que aparezca un Messi que responda, al menos una única vez, oportunidad letal, instante supremo, cuando se le reclame: “Pegale”. «