«Ay de ti, Copacabana, porque te llamaron princesa del mar, te marcaron la frente con una corona de mentira; y te reíste borracha y en vano en medio de la noche». Ya casi amanece, Río de Janeiro duerme matada, yo me levanté antes que el sol y leo a Rubem Braga, cronista ejemplar carioca. En el cielo, brilla sobre el Atlántico una estrella solitaria.
Estrela solitária es el apodo del Botafogo de Futebol e Regatas. El astro está tatuado en su escudo. El bautizo viene de una historia atada a los remeros madrugadores que parieron al club: desde la praia de Botafogo veían a la estrella del alba. Venus en el cielo del amanecer sobre la Bahía de Guanavara.
Con otra estrella que siempre estuvo distante sueñan por estos días los hinchas del Botafogo. El sábado van por su primera Libertadores. Enfrente tendrán al Mineiro de Bello Horizonte. Duelo brasileño en tierras porteñas. Hay promesa de jogo bonito en el Monumental.
No se habla de otra cosa en la cidade maravilhosa. ¿Podrá romper el maleficio el Fogão? La pregunta se escucha desde Tijuca hasta Cinelandia, con paradas en Catete y Gamboa, sube hasta el morro de Santa Teresa por los arcos de Lapa, gambetea el Maracaná, se pierde por las pesadas favelas de la zona norte y se achicharra en las arenas claras de Copacabana, Ipanema, Leblon, la cheta Barra da Tijuca y más allá.
En la barriada de Botafogo, Francisco reza, prende velitas macumberas y cruza los dedos antes de la gran final. Lo cruzo a pasitos de la boca del Metro, pleno corazón del barrio que mira de frente al macizo Pão de Açúcar. «Somos el equipo sufrido, queremos la primera Libertadores, llegamos muy bien y esta vez se nos va a dar», dice el delivery, se persigna e invoca a Garrincha, santo patrono del pueblo blanco y negro.
Cabulero, el rubio Gérson viene a ver a su vieja antes de cada partido importante del Glorioso. Es torcedor del Botafogo desde la cuna: «De los cuatro equipos cariocas nos falta sólo a nosotros la Libertadores. Es injusto si no la ganamos. Ya vine a lo de mi mamá, no puede fallar».
Mufando la próxima hazaña, anda Lucas en su local. Pilotea la librería Baratos da Ribeiro, un sebo -local de usados- que atesora obras cumbre de Lima Barreto, Joao do Rio y otras perlas sin cicatrices de la literatura brasileña. Fana del Flamengo, arriesga: «Son hijos nuestros, un equipo chico. En Botafogo somos más nosotros que ellos».
En la sede del club privatizado, el Botafogo Store muestra un lleno ejemplar. Hay remeras con la estrella, gorros con la estrella, shorts con la estrella, calendarios con la estrella. Una constelación consumista. Los precios son for export.
Mejor comprarle la bandera estrellada a don Antonio. Precios populares. Las hace flamear en la costanera de Copacabana. Los trapos hacen juego con los mosaicos portugueses que marcan los límites de las abarrotadas playas. Reflexiona el vendedor poeta: «Blanco y negro. Río de Janeiro ama estos colores».
En la playita del barrio de Leme hay una estatua de la eterna Clarice Lispector y su fiel perrito Ulysses. La escritora decía que sentía una ignorancia apasionada por el Botafogo, su equipo de toda la vida. En «Armando Nogueira, el fútbol y yo, pobrecita«, columna publicada el 30 de marzo de 1968 en el Jornal do Brasil, confesó: «Soy de Botafogo, lo que ya resulta de entrada un pequeño drama que no hago mayor porque siempre quiero retener, como riendas de un caballo, mi tendencia a lo excesivo». La última novela que escribió la Lispector, poco antes de morir en 1977, tiene un título con guiño para su amado club: La hora de la estrella.
Cae pesada la tarde en Río de Janeiro. Compro una latita de cerveza, me siento junto a Clarice y miro las olas que acunan el Atlántico, mientras se derrumba el sol. No queda más que beber, hasta que brille la primera estrella.