Una retrospectiva fotográfica por la vida deportiva de Juan Martín Del Potro lo muestra en Nueva York con 20 años ganándole el US Open 2009 a Roger Federer, el hombre que tenía atada a esa ciudad. En Londres 2012, sobre el césped de Wimbledon, quedándose con la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos frente a Novak Djokovic. En Río 2016, clasificándose a la final olímpica contra Rafael Nadal, llevándose después la de plata porque el oro fue de Andy Murray. O en Indian Wells, marzo de 2018, cuando le ganó la final del Masters 1000 a Federer. Ese año, llegó a ser número 3 del mundo. El 1 era Nadal, el 2 era Federer. En el medio de cada una de esas imágenes están las operaciones en la muñeca derecha, primero, en la izquierda después. Y al final, la rodilla, la caída maldita en Shanghai que le fracturó la rótula.
Ese álbum contiene algunos de los hitos de Del Potro, no todos. No está la Copa Davis de 2016, la sortija que la Argentina buscó con desesperación durante décadas hasta que la encontró en Zagreb. Resulta indudable la influencia de Del Potro en el equipo de Daniel Orsanic, pero el logro tuvo méritos colectivos. Aún así, ese triunfo le soldó a Del Potro un vínculo emocional con los fanáticos del tenis -y también con los que no lo son tanto o miran de costado- como no lo tenía hasta entonces. Ese vínculo es el que quedó expresado en el Buenos Aires Lawn Tennis el martes por la noche en su derrota con Federico Delbonis.
A esta altura -la memoria es así de selectiva- casi nadie recuerda los cuestionamientos a Del Potro por aquella final en Mar del Plata, por sus ausencias en Copa Davis priorizando el circuito, algún apodo cruel en redes sociales, los silbidos -también hubo aplausos- en el Parque Roca durante una serie contra República Checa en 2012 después de bajarse de un partido cuando la muñeca izquierda comenzaba a generarle molestias, sus cruces con la Asociación Argentina de Tenis, a la que acusó de presiones a través de la prensa. Un periodista de la sección deportiva del diario La Nación -el mismo que despidió con un aviso fúnebre a Jorge Rafael Videla- llegó a preguntarse si De Potro era tan bueno, incluso después de haber ganado la Copa Davis 2016.
Son las relaciones en péndulo que la prensa, el público, los de afuera, suelen tener con los ídolos. También Lionel Messi fue castigado. Y también a Messi le hurgaron en sus cuentas -aunque fue a partir del fisco español, causa judicial incluida- como ocurre ahora con Del Potro y las presuntas deudas por mala administración de su padre. Es cierto también que, por fuera de la Davis, Del Potro sólo había jugado en Buenos Aires cuando tenía 17 años, en los inicios de su carrera profesional, y que luego se agendó otros torneos en su calendario para estas fechas. Tan cierto como que estaba en una pelea demasiado grande, de altísimo voltaje, intentar ser el número uno en la era de los que parecían rivales invencibles.
Para Del Potro no fueron invencibles, como lo muestra ese flashback de datos. La Copa Davis construyó ese vínculo emocional que incluso lo quebró hasta las lágrimas cuando iba a sacar lo que posiblemente era el último game de su carrera; el mismo vínculo con el público que puso al nivel de sus trofeos, como lo dijo en la entrevista post partido, todavía con las tribunas llenas del court central. Salvo para los cínicos, y mucho más allá del dinero, ganar trofeos sin acumular cariño popular nunca es lo mismo.
No era el Del Potro que conocimos el que estuvo en la cancha esta semana. Aunque pudiera pegarle bien fuerte, las piernas no respondían. Él lo dijo, sin piernas, en el tenis no se puede. Y entonces, aún con las decisiones que pueda tomar, con esa ambigüedad del retiro abierto a cambio de idea, lo que hay es un final de época, una era en la que no sólo se ganó la Copa Davis, esa obsesión, sino que Del Potro permitió al tenis argentino competir en el olimpo. Verlo ahí. Estaba Federer, Nadal, estaba Djokovic, estaba Del Potro, el que más semanas estuvo en el top ten (de los tenistas aún activos) después del suizo, el español, el serbio y el escocés Murray. Esa es la dimensión. Como ocurrió con Emanuel Ginóbili y la generación dorada, con Paula Pareto, con Luciana Aymar y Las Leonas, como ocurre con Messi, y seguro el listado es ingrato, lo que queda siempre es el placer de haber sido contemporáneos.