El viernes, mientras sus compañeros veían Nigeria en la televisión de la utilería y se revitalizaban con los goles de Ahmed Musa, y cerraban el puño dándose ánimo por la nueva vida que entrega el Mundial, Lionel Messi se mantenía encerrado en la habitación que comparte con Sergio Agüero, el lugar que más habita desde que está instalado en Bronnitsy, un pueblo a dos horas del centro de Moscú. Más huraño y retraído de lo que se muestra por costumbre, Messi vive estos días refugiado en una caparazón de tortuga, como un extraño, como si sufriera cada hora de las que pasa en Rusia. Hoy cumple 31 años.
Messi siempre fue un misterio. Los perfiles que se escribieron sobre él lo exhiben silencioso, a veces monosilábico, más afecto a la siesta que a la acción cuando no está jugando al fútbol. Pero salvo por algunos de sus compañeros del Barcelona, los que conviven en la cotidianeidad catalana, por sus amigos, por su familia, su universo breve, nadie puede jactarse de conocer a Messi. Nadie, más que ellos, pueden decir quién es Messi, cómo es Messi, qué quiere Messi. Tal vez se trate de una virtud. Su intimidad, con su mujer y sus tres hijos, apenas se pasea por Instagram, son flashes que nunca llegan a la mediatización.
Messi es hablado por otros. Por los que intentan interpretar sus gestos, los que creen leerle la cara tratándo de adivinar cuándo hay y cuándo no hay felicidad. Por eso no hay una hipótesis concreta de qué le pasa en estos días rusos, una pregunta que se hace desde el cuerpo técnico hasta los hinchas que viajaron para seguir con la selección. En la estación de trenes de Nizhni Novogorod, la madrugada del viernes, en un éxodo argentino que dejaba imágenes de posguerra, los pocos que tenían ganas de hablar hablaban de Messi, de que lo habían visto mal en la cancha, la sensación de que era distinto a otras veces.
No hay hipótesis porque la información que surge es mugrosa, difícil de separar verdades de mentiras. Incluye también teorías conspirativas, relatos de venganza y la geopolítica como trasfondo, con el amistoso frente a Israel suspendido. En menos de un mes, a Messi le pisotearon camisetas en Palestina, le adjudicaron la decisión de no viajar a Jerasulén, le viralizaron un video junto a Agüero, le filtraron cuentas offshore en los Panamá Papers, le difundieron una supuesta amenaza del Mossad a su mujer y le hurgaron en la intimidad de su matrimonio. Entre todo eso, ya se había instalado una denuncia por abuso contra Jorge Sampaoli. Y los jugadores no habían dejado el vestuario fatídico de Nizhni Novgorod que ya les circulaba en sus teléfonos el mensaje de un entrenador que remataba con que en su equipo prefería a Cristiano Ronaldo antes que a Messi. Le siguieron otros, los que señalaban a Messi como el ideólogo de un golpe contra Sampaoli para que asumiera Jorge Burruchaga, otros que hablaron de trompadas. Un descalabro televisado minuto a minuto. La selección pasó de ser meme de Twitter a ser operada por audios de WhatsApp.
¿Cuál fue la usina de esa viralización? ¿Se trataron de audios reenviados de grupo en grupo, de teléfono en teléfono? ¿O la oscuridad de los servicios de inteligencia también trabajan en estos asuntos? En la AFA señalan a Daniel Angelici, ausente en Rusia, como el digitador de todos los males. Además de presidente de Boca, Angelici es el operador político del Gobierno en Comodoro Py, pero sobre todo tiene conexión con la AFI, la ex SIDE. Su hombre ahí adentro se llama Juan José Galea. Angelici era uno de los más interesados en el amistoso con Israel. Pero sobre todo le interesa la AFA, como al Gobierno. La selección se convirtió en una guerra de tirapiedras, una lucha abierta por el poder, no sólo del equipo, también el del fútbol argentino. Un vale todo porque en la viralización de audios es operación, pero también tiene como víctimas a quienes son viralizados en sus charlas privadas.
Aunque estén en medio del Mundial, los jugadores no están blindados. En Bronnitsy funciona la conexión de wi-fi, el 4G también. Algunos de ellos también se encargan de difundir el clima interno. Nadie ayuda a la cordura. Pero no alcanza nada de todo esto para explicar a Messi y su desconexión. Messi fue golpeado con crueldad durante la última década. Se lo trató de extranjero, se le reprochó que no cantara el himno, se le dijo pecho frío, se lo trató de caprichoso, de golpista, se le reclamó la copa del mundo. Sin embargo, quizá por efecto de su renuncia nunca efectivizada, a Rusia llegó con un consenso inédito. Más que críticas, lo que hubo fue un depósito de esperanza. La idea de que la selección dependía -y depende- de él, de su juego, de su inspiración. Se pedía que la selección acompañara a Messi, que sus compañeros estuvieran a la altura. Pero el partido frente a Croacia dejó una postal distinta: esta vez fue Messi el que no acompañó al equipo.
Entre toda la basura que se revolvió por estas horas, quedó expuesto un problema de liderazgo. No hay liderazgo en el entrenador, no hay liderazgo dirigencial y no hay liderazgo futbolístico, lo que le correspondía a Messi. Es también la parte que no sólo se explica con lo emocional, sino también con el juego. Las fallas de funcionamiento agudizan todos los problemas. Porque la primera cuestión es futbolística: es que no exista un plan de juego claro para ejecutar, o que lo que se ejecuta, se haga mal. Sin resultados, y perdidos en la cancha, todos los conflictos son mayores. Aparecen las reuniones nocturnas, las pujas por el equipo, un chat presidencial con Kun Agüero, y la reunión -la última hasta ahora- entre Sampaoli y Claudio “Chiqui” Tapia, que buscó tranquilizar al entrenador.
Dañada en todos sus costados, en los jugadores, en el cuerpo técnico, en los dirigentes, y también en quienes de todo eso hacen un show, la Selección viaja a San Petersburgo para su última chance de seguir en Rusia. Le toca una ciudad construida sobre un pantano por Pedro El Grande, reconstruida otras veces, bombardeada y sitiada cuando era Leningrado. En ese escenario la selección podría mimetizarse, como ocurrió con San Petersburgo: construir algo de belleza sobre el lodo.