Las primeras dos bengalas marinas se encendieron apenas los equipos salieron a la cancha. Esa noche, 3 de agosto de 1983, Boca recibía a Racing en la Bombonera. La tercera bengala cayó cerca de Abel Alves, jugador xeneize. La cuarta voló de tribuna a tribuna y se incrustó en la carótida de Roberto Basile, un empleado bancario de 25 años, hincha de la Academia, que estaba en la tercera bandeja visitante junto a su novia. Murió desangrado. Otra persona que se acercó a ayudarlo perdió el ojo por el fuego. “Asesinos, asesinos”, gritó la hinchada de Racing. El partido se jugó igual. A Roberto “El Nene” Caamaño y Miguel “El Narigón” Herrera, dos miembros de La Doce, la barra brava de Boca, los encontraron culpables. Les dieron dos años de prisión en suspenso por homicidio culposo: los jueces consideraron que no tuvieron intención de matar. Pudieron volver a la cancha. “Queda un cuerpo/la bengala perdida se le posó/allí donde se dice gol”, escribió Luis Alberto Spinetta. La canción se llama La bengala perdida. 

El crimen de Basile fue una de las historias que Amilcar Romero incluyó en su libro Muerte en la cancha, el primero de la bibliografía relacionada con el fútbol y sus distintas expresiones de violencia. Se trató de un caso marcado por lo que ya comenzaba como el crecimiento de las barras, sobre todo en sus vínculos con los sectores de poder. La muerte de Basile volvió a contarse hace algo más de dos años atrás, cuando durante un Superclásico de marzo de 2022 la barra de River la lanzó desde la Sívori alta hacia la Centenario. Se entendió como un capítulo de una interna. El artefacto no llegó a ningún destino.

Foto: @RacingClub

No fueron marinas, pero en estos días las bengalas impactaron en el fútbol con dos recibimientos extraordinarios. El de los hinchas de River contra Atlético Mineiro en el Monumental por la Copa Libertadores, y el del Cilindro de Avellaneda en el partido que Racing le ganó al Corinthians para llegar a la final de la Copa Sudamericana. Los resultados fueron dispares en una nueva demostración de que los de afuera son de palo, aunque a los hinchas nos cueste admitirlo. Lo que importa siempre es el fútbol, el juego, lo que pase ahí abajo. También fueron dispares las sanciones. El gobierno porteño le clausuró una bandeja a River por un partido, mientras que la Aprevide bonaerense pretendió que Racing jugara sin público durante un mes, una decisión que modificó luego de una apelación de la dirigencia del club. Terminó limitando el aforo del estadio al 50% para el partido con Independiente Rivadavia de este domingo. 

Al margen de las diferentes jurisdicciones, o de las arbitrariedades con las que se sanciona en estas situaciones, hay que mirar un poco más en frío lo que pasó con las bengalas. Es curioso que ese tipo de pirotecnia vuelva a la conversación pública de este país -no porque no se hayan usado en este tiempo, aunque quizá no de ese modo- cuando estamos a un mes de que se cumplan veinte años de la masacre de Cromañón. Fue un tiempo, dos décadas atrás, en el que se habló -quizá hasta quitarle sentido- de la futbolización del rock. La cultura del aguante (cita indispensable a Pablo Alabarces) llevada a los recitales de nuestras bandas. “Ni las bengalas, ni el rocanrol, a nuestros pibes los mató la corrupción”, se cantó como denuncia de los negociados entre el poder político y empresarial. Pero entre todo el tejido de responsabilidades, la bengala también estaba ahí. 

Estuve en las dos canchas. Viví las bengalas del Monumental en el sector de prensa, y las del Cilindro en la popular. El show fue impactante. También fueron impactantes las imágenes que se vieron gracias a los drones. Cada imagen de la que circuló nos regaló un nuevo fondo de pantalla. De la sociedad del espectáculo (a lo Guy Debord) a la sociedad del riesgo (a lo Ulrich Beck). Como hincha te envalentona, emociona, es la fiesta. Pero se trató de un descontrol. Porque no son las más clásicas bengalas de humo de colores. Las chispas salen para todos lados. Pegan en los techos que forman las bandejas superiores. Así hubo heridos. Y los restos de pólvora en los cuerpos, mucha pólvora. Decirlo parece antipopular, un bajón, como también lo era decirlo antes de Cromañón. “No quieren la fiesta”, decían. Pero si la carrera del aguante va a ser (nuevamente) tirar cada vez más bengalas se puede entrar en un espiral peligroso. Como si veinte años no fueran nada. O fueran mucho para volver a ese mismo lugar.