Una ciudad como San Petersburgo necesitaba de una insurrección. No es que se haya tratado de los jugadores levantándose contra el entrenador, el golpe que se intentó viralizar con audios de WhatsApp, sino de una sublevación de los futbolistas contra ellos mismos, contra sus fantasmas, contra el miedo a perder, pero también una rebelión contra las operaciones que rodearon a la selección. Sobre la cancha, lo que se expresó fue un juramento colectivo, el espíritu de cuerpo requerido para no quedar clavados en la primera ronda del Mundial, ese corte estigmatizante, lo último que le faltaba a una generación que ya arrastra sus tres finales perdidas. Ahora le toca Francia, en Kazán, una ciudad de torres y murallas, los octavos de final, el alivio de que Rusia le haya dado al menos unos días más.
La Argentina padeció la clasificación, la parió desde el dolor, lo que siguió al triunfo irrespirable contra Nigeria fue un desahogo, los llantos de Ángel Di María, Javier Mascherano y Gonzalo Higuaín. Fue el momento en el que empezó a sonar la cumbia de Damas Gratis. Los jugadores eran gladiadores alrededor de una fiesta, la que transcurría en las tribunas, en ese coliseo romano, porque para ellos, todavía en el campo de juego, abrazándose, lagrimeando, golpeándose las espaldas como lo que sucede a un sacrificio, toda esa fanfarria parecía extraña, ajena. Los hinchas bailaban, revoleaban las camisetas, bajaban sus vasos de cerveza, sponsor oficial de la FIFA, y también lloraban de alegría. “No te creas tan importante”, decía la canción. La pidieron los jugadores, no se sabe si como mensaje a ellos mismos. O a quién.
Sólo ellos saben qué pasó en Bronnitsy, el pueblo que los alberga durante el Mundial, antes de viajar a San Petersburgo. Lo sabe Jorge Sampaoli. Lo sabe Lionel Messi. Los dos estuvieron en la conferencia de prensa después del partido, lo que también se pareció a un mensaje. Lo otro es lo que sucede en el vestuario, esa intimidad intocada del fútbol. Ahí dicen que hubo un abrazo. Las victorias siempre ayudan a la calma. ¿De quién fue el equipo ayer? ¿De los jugadores? ¿Del técnico? ¿De las decisiones consensuadas? Quizá no sean preguntas para esta hora.
El primer tiempo entregó la imagen de un equipo retemplado, más macizo en su mediocampo, más suelto en ataque cuando Éver Banega largaba los hilos de sus pases cortantes, al vacío, como el que le entregó a Messi, que controló la pelota con la izquierda, con el muslo, y definió con la derecha. El gol fue como un regreso de Messi, un festejo doble, la clase de alegría que da verlo en sintonía con un colectivo, hacer su centésimo gol, casi ampliar la cuenta con un tiro libre. Pero también estuvieron las imprecisiones, los errores no forzados, cortocircuitos que cada tanto devolvían al equipo a sus momentos más brumosos.
Nada fue tan parecido al inicio del Mundial como los instantes que siguieron al gol de Nigeria, el penal de Mascherano, la amarilla, la definición de Victor Moses, un martillazo que volvía a agrietar a la selección, que la convertía en un equipo zombie. ¿Y ahí? Y ahí otra vez quedó la opción del caos, el todo en la cancha, que vaya Cristian Pavón, más fresco que Di María, incluso con la belleza de un caño, que vaya Sergio Agüero, que entre Maximiliano Meza. Un caos ordenado, sin que el equipo se desmadre. Que lo que haya que hacer se haga. Incluso sufrir con el VAR, que determinó que Marcos Rojo no había cometido penal. Fueron segundos de angustia donde el partido pasó a jugarse en unas pantallas, con unos señores que observan repeticiones y que esta vez dictaron que no, no era penal.
Pero lo que había era un compromiso, un juramento. El juramento era Higuaín tirándose a barrer, Nicolás Otamendi saltando con más fuerza de la habitual, Messi yéndose al córner a presionar, y Franco Armani haciendo de la sencillez una barra de seguridad. Y con todo eso un equipo al que se le acababa el tiempo, curioso en una ciudad de noches blancas, con luz interminable. Pero en los Mundiales los partidos siempre tienen un minuto extra. Que haya sido alguien de apellido Rojo el que concretó la rebelión de San Petersburgo, a cuatro minutos del gong, sólo puede ser parte de una ironía. También es una ironía que se haya tratado de un defensor en el equipo de los atacantes. Pero tampoco hay demasiado para dilucidar ahí, menos a esta hora, una hora en la que los que hacían minutos de silencio volvieron a hablar de ilusión, de pensar en la copa, de ser campeones del mundo, porque la esperanza en el fútbol también da ráting.
El estadio de San Petersburgo, con vista a Krondstadt, al golfo de Finlandia, las aguas del Mar Báltico, quedó electrificado. Por los huecos que deja el techo entraba un cielo que ya a la medianoche se azulaba como en un amanecer. El desagote era acompañado de una alegría inesperada. En el camino de ingreso -o de salida- hay un parque de diversiones, el Divo Ostrov, en donde funciona una montaña rusa. De día, a cada vuelta de trescientos sesenta grados de los carritos, a toda velocidad le siguen los gritos de horror, la suelta de adrenalina. Es el placer por el vértigo. El miedo. Demasiado parecido a lo que ocurre con la selección. A los sacudones, pero todavía queda más de Rusia.