Stella Walsh murió en medio de un tiroteo en un supermercado, el 4 de diciembre de 1980, en Cleveland, EE UU. Tenía 69 años. A los 21 había obtenido la Medalla de Oro en los 100 metros llanos, en los Juegos Olímpicos de 1932. La autopsia determinó que tenía cromosomas femeninos y masculinos, un pene diminuto y testículos. Casi medio siglo después de aquél oro en Los Ángeles y de la presea de plata que Stella ganaría más tarde en Berlín 1936, el deporte seguía enfrascado en la misma discusión: el sexo de los atletas, la concepción binaria, la imposibilidad de abordar desde una perspectiva de derechos las cuestiones de género que atraviesan a la competencia profesional. Aceptar la diversidad todavía es un asunto pendiente, una carrera a contramano de las conquistas sociales y culturales.

Walsh había nacido en Polonia como Stanisława Walasiewicz, creció junto a su familia en Estados Unidos y murió como persona intersexuada, aquella cuya anatomía no encaja en el sistema varón-mujer y que en la actualidad engloba al uno por ciento de la población, de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud (OMS). La prensa de entonces –también la actual– la describe como hombre. “Stella, the fella (Stella, el muchacho)”, le dijeron, sin importar que ella viviera y se reconociera como mujer, e incluso defendiera su feminidad. Su pecado –y el germen de todas las sospechas– fue haber corrido tan rápido como ninguna otra mujer de su época, la primera en bajar el registro de 12 segundos en los 100 metros y de 24 en los 200. Su historia condensa buena parte del estado legal, reglamentario y cultural en el que se encuentra el deporte en torno a las cuestiones –los dilemas– de género.

A lo largo de la historia, el Comité Olímpico Internacional (COI) implementó diversas pruebas de sexo sobre los deportistas, como exámenes visuales (cuerpos inspeccionados al desnudo), genéticos (análisis de cromosomas xx contra xy) y de testosterona (mediciones del nivel de hormonas) para determinar si competían como hombres o mujeres. Las disciplinas mixtas todavía son una excepción, casi una licencia otorgada por las autoridades tanto en los Juegos Olímpicos como en el resto de los torneos internacionales. El tenis incluyó a hombres y mujeres compitiendo en parejas durante seis olimpíadas seguidas –entre París 1900 y 1924–, y el dobles mixto sólo volvió en Londres 2012. La política dominante es la de la normalización, las nenas con las nenas y los nenes con los nenes, en nombre de la igualdad. Por caso, en el Mundial 2015 de Fútbol Femenino, en Canadá, el último disputado, la FIFA impuso que las jugadoras pasasen una prueba de género para confirmar su condición de mujeres antes de salir a la cancha.

La aceptación de los atletas trans es otro hito que refleja la distancia entre lo que sucede en el campo de juego y en la sociedad. Recién en 2004 la comunidad trans conquistó el derecho a participar en los Juegos Olímpicos de Atenas. Aunque debían cumplir tres condiciones.  “Los cambios quirúrgicos deben haber terminado, incluyendo la alteración de los genitales externos y la gonadectomía; las autoridades correspondientes deben haber dado cobertura legal al sexo asignado; y las terapias hormonales se habrán administrado el tiempo suficiente para minimizar las ventajas derivadas del sexo en la competición deportiva”, se leyó en la resolución de la comisión médica del COI reunida a orillas del lago Lemán, en Lausana, Suiza. No sólo debían operarse los genitales que, según esta concepción, definen su sexualidad, sino que necesitaban un reconocimiento gubernamental.

La situación de la atleta sudafricana Caster Semenya apareció como otro caso discriminatorio. Al igual que a Walsh, empezaron a perseguirla después de que, a los 18 años, volase en los 800 metros en el Mundial de Atletismo de Berlín 2009. Era mujer, negra, veloz y superior, un combo difícil de digerir para el poder que regula las competencias de alto rendimiento. La acusaron de ser un hombre, la sometieron a controles genitales y la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo (IAAF) la suspendió después de una investigación iniciada por las quejas de otras competidoras. El caso derivó en otro giro del COI para determinar el género –aún binario– de clasificación de los deportistas, dejando de lado el control cromosómico para pasar a implementar la prueba del nivel de testosterona. Como Walsh, Semenya es intersexuada y tiene hiperandrogenismo: es una mujer que produce en forma natural un nivel alto de andrógenos. Para regresar a las pistas, tuvo que realizar un tratamiento hormonal para bajar su índice de testosterona. Su calvario continúa, porque este año la IAAF volvió a correrle el arco y dispuso que desde noviembre el umbral de nanogramos por litro deberá pasar de 10 a 5 durante un período de al menos seis meses para poder competir como mujer. Necesitará más drogas para llegar a ese nivel.

A partir de la nueva normativa, queda por saber si el COI cambiará su política o mantendrá la regla de los 10 nanogramos que estableció como la única condición para que las personas transexuales pudieran participar en Río de Janeiro 2016. Ya sin la necesidad de una cirugía de los órganos sexuales, tampoco hubo competidoras.

La primera podría aparecer en Tokio 2020. “Como cualquier jugadora, quiero ir a los Juegos”, dijo en una entrevista Tifanny Abreu, de 33 años y 192 centímetros de altura, la primera voleibolista transexual en llegar tan lejos en Brasil. Todo indica que su seleccionado conseguirá un lugar olímpico, Abreu sería parte del equipo y entraría en la historia como la primera atleta en reconocerse y competir como trans, en una transición que comenzó en 2012 luego de haber pasado por las ligas masculinas de Brasil y otros siete países. “Supe que era niña desde pequeña”, contó en un reportaje reciente.

Tokio 2020 también tendrá otra apertura: habrá el doble de pruebas mixtas (de nueve pasarán a 18) en relación a Río 2016. Supone un avance en términos de diversidad para el deporte profesional. Aunque el debate todavía sigue en slow motion. 

Jessica sale a la cancha

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Jessica Millaman es defensora en el equipo femenino de la división intermedia del Club Atlético Germinal de Rawson. Fue la primera mujer transgénero en competir en el país. En agosto de 2016, la Asociación Amateur de Hóckey sobre Césped del Valle del Chubut le negó la renovación de su ficha bajo el argumento de que “había una diferencia física”. Millaman jugaba oficialmente en Germinal desde 2013, luego de que se sancionara la Ley de Identidad de Género y adquiriera su DNI. Entonces, acudió a la Justicia. El juez Martín Alesi ordenó la inmediata autorización de Millaman y dictaminó que sufrió “un acto discriminatorio, constitutivo de violencia institucional”, ya que “la orientación sexual y la identidad de género son categorías protegidas por los tratados de derechos humanos”. Jessica volvió a jugar al hóckey. Pero, sobre todo, sentó un precedente en ese deporte. En octubre de 2016, Mia Gamietea logró la autorización para jugar en el Club Cruz Azul, de San Luis. Se sumaron luego los pedidos de Natalia Lazarte, del Club SiTraVi de Tucumán; Natasha del Valle, de Sportivo Desamparados de San Juan; Saida Millaqueo, del Club Palihue de Bahía Blanca; y Victoria Liendro, del Club San Francisco de Salta. “En general, el hóckey es uno de los deportes donde más se discrimina -le contó Millaman a Tiempo-. Espero que estas cosas no me vuelvan a pasar. Lucho para que las generaciones futuras no vuelvan a vivir lo que viví en toda mi vida”. En enero de este año, la Defensoría del Pueblo de la Nación instó al gobierno nacional a que obligue a la Confederación Argentina de Hóckey a aceptar la inscripción de jugadoras trans en los equipos femeninos de los clubes.