Los 132 días en los que Lionel Messi estuvo afuera de la selección no cambiaron una cuestión de actitud. Si lo que se vio en la Copa América fue un capitán más contestatario, comprometido con el liderazgo del equipo, expresivo hasta romper los límites de la moral institucional, lo que le valió un castigo de tres meses, contra Brasil volvió a aparecer esa impronta que lo convierte casi en una bandera. Más que su fútbol, de lo que nadie podría dudar, Messi ratificó con su regreso que ocupará en la selección, al menos en este tramo, un rol del que siempre se lo consideró ajeno. La pregunta es si este Messi es el Messi definitivo.
La selección de Lionel Scaloni le entrega a Messi un contexto, le permite desarrollar ese perfil, rodeado de una nueva generación de jugadores, futbolistas entre siete y diez años menor que él. Sólo por mencionar a quienes salieron con Messi desde el inicio: Lautaro Martínez (22 años), Giovani Lo Celso (23), Leandro Paredes (25), Rodrigo De Paul (25) y Lucas Ocampos (25). La diferencia generacional se ensancha cuando la cuenta se amplía a los que entraron desde el banco, como Nicolás González (21) y Nicolás Domínguez (21), con jugadores puente como Marcos Acuña (28), Lucas Alario (27) y Guido Rodríguez (25).
Lo impensado hace tiempo era ver cómo Sergio Agüero se quedaba en el banco. A su lado, Paulo Dybala. Es un cambio de época. Y hay dos posibilidades, ambas que hablan bien de la tarea de Scaloni: o se trata de un entrenador que impone con firmeza su idea de recambio, con autoridad, que administra incluso los tiempos para utilizar a jugadores de elite, con larga historia en la selección, o se trata de un entrenador que supo establecer consensos, que abrió un canal de diálogo que le permite tomar esas decisiones, que sin embargo nunca de ser conversadas. Por supuesto, la conversación es con Messi. En cualquier caso, es un mérito. Mucho más lo segundo. Establecer ese vínculo de intercambio con un capitán como Messi para llevar adelante una idea es parte de la tarea. Otra cosa es la anomia, lo que deriva en un cualquierismo: lo que pasó en Rusia, donde no había diálogo, había disputa.
Este equipo, tal como se vio contra Brasil, sobre todo en el segundo tiempo, le da oxígeno a Messi. No lo absorbe, no le dice que sólo depende de su juego; no lo vampiriza. Por supuesto que Messi es la parte esencial del todo, el que marca la diferencia, pero el plan es colectivo. El ejercicio de la presión bien lejos del arco, el manejo de Paredes -sobre todo- y De Paul, y esa circulación de la pelota que lo pone quizá en un segundo plano, lo silencia por unos minutos para, ahí sí, volver a caer sobre él. Porque darle oxígeno a Messi no significa que la pelota no tenga que pasar -siempre- por sus pies, que lo busque como un cauce natural. Tampoco se contrapone a su compromiso. Por el contrario, si algo se vio contra Brasil fue que estaba dispuesto a participar de la recuperación, a ser parte de la presión a las líneas rivales, a estar más áspero.
Y eso también es producto de lo que el equipo hace con él, hace de él, como si una cosa llevara a la otra. Ustedes me dan libertad, yo me comprometo con ustedes. A los 32 años, Messi parece cómodo en su nuevo rol, incluso cuando manda a callar a Tite, el técnico de Brasil, que pedía tarjeta. Ese gesto que se convirtió en meme es parte de una nueva expresividad, que a la vez es parte del ejercicio de un cargo dentro del equipo. Lo gestual y lo corporal en Messi van de la mano de lo futbolístico, de lo que ya sabemos que es aunque siempre nos sorprenda.
Messi mandando a callar a Tite, cómo cambió el 10 argentino pic.twitter.com/zyoG2iZkuJ
— BRUNO CABALA (@BRUNO_CABALA) November 16, 2019